INTRODUCCIÓN A LA
FILOSOFÍA MEDIEVAL.
Producción filosófica de las culturas
cristiana, islámica y hebrea desde la caída del Imperio Romano (S.V) hasta el Renacimiento.
La periodización vuelve a ser, en este
caso, caballo de batalla de los estudiosos de la historia de la filosofía:
algunos prefieren iniciar este período con las obras de San Agustín (S.III-IV),
mientras que otros ubican al santo de Hipona en la patrística (la primera
filosofía cristiana, desarrollada durante el imperio romano).
Por otro lado, tampoco es correcta la
identificación exclusiva de la filosofía medieval con escolástica cristiana,
debido a la importancia que en este período adquirieron los pensadores
musulmanes y judíos (del mismo modo, algunas doctrinas de la filosofía cristiana
medieval no pueden incluirse en la escolástica; como por ejemplo las corrientes
místicas).
Una división cronológica de la
filosofía medieval no puede pasar por alto los siguientes cuatro grandes
períodos:
1)
Período
de transición (S.V-IX), que se caracterizó por la conservación de la
tradición clásica recibida, muy deteriorada en Occidente pese a las figuras de
Manlio Boecio, San Isidoro de Sevilla y Beda el Venerable; pero bastante más
completa en Oriente Imperio Bizantino, donde destacaron Eneas de Gaza o Marciano
Capella, entre otros ; y en el ámbito árabe con Avicena.
2)
Del
siglo IX al XI, etapa que se inició con el Renacimiento Carolingio,
asistió al florecimiento de las escuelas palatinas dominadas por el platonismo
y fue el momento del apogeo de las filosofías árabe y hebrea (los pensadores
importantes de la época fueron Escoto Erígena, San Anselmo de Canterbury,
Averroes y Maimónides).
3)
Siglo
XIII con el apogeo de la escolástica de influencia aristotélica y la
aparición de los grandes sistemas de San Buenaventura o Santo Tomás de Aquino,
entre otros.
4)
Siglo
XIV considerado como el período de decadencia, en el que destacó la
crítica a los sistemas anteriores realizada por Ockham (en este siglo se
pusieron los cimientos de la renovación intelectual experimentada a partir del
Renacimiento).
Así pues, la filosofía medieval debe
considerarse como continuación de la tradición recibida de la antigüedad (sobre
todo de Grecia), pero su principal rasgo definitorio estriba en que el qué hacer
filosófico se puso al servicio de la teología, circunstancia que sesgó todos
sus planteamientos. La relación entre la fe y la razón fue la cuestión básica
de este período de la historia de la filosofía.
Otro rasgo importante
consistió en el método de filosofar, basado en los textos de las autoridades,
que fueron reinterpretados en función de las necesidades y aspiraciones de la
época.
En general, la filosofía
medieval fue realista y se ocupó más de los problemas ontológicos que de la
propia naturaleza del conocimiento (que más tarde fue cuestión capital para la
filosofía de la modernidad).
Su formación fue, sin embargo,
heterogénea, ya que acogió en su seno corrientes filosóficas no sólo
grecolatinas, sino también árabes y judaicas. Esto causó en este movimiento una
fundamental preocupación por consolidar y crear grandes sistemas sin
contradicción interna que asimilasen toda la tradición filosófica antigua.
Por otra parte, se ha señalado en la escolástica una
excesiva dependencia del argumento de autoridad y el abandono de las ciencias y el empirismo, pero dicha filosofía también es un método de trabajo intelectual: todo pensamiento
debía someterse al principio de autoridad, y la enseñanza se podía limitar en principio a la
repetición de los textos antiguos, y sobre todo de la Biblia, la principal fuente de conocimiento,
pues representa la Revelación
divina; a pesar de todo ello,
incentivó la especulación y el razonamiento, pues suponía someterse a un rígido armazón lógico y una estructura
esquemática del discurso que debía exponerse a refutaciones y preparar
defensas.
CONCEPTUALIZACIÓN DE LA PALABRA MÍSTICA
La
mística (del verbo griego myein, "encerrar", de
donde mystikós, "cerrado, arcano o misterioso") designaría un tipo de
experiencia muy difícil de alcanzar en que se llega al grado máximo de unión
del alma humana a lo Sagrado durante la existencia terrenal. Se da en las
religiones monoteístas (cristianismo, islamismo, judaísmo), así como en algunas
politeístas (hinduismo); algo parecido también se muestra en religiones que más bien son
filosofías, como el budismo, donde se identifica con un grado máximo de perfección y
conocimiento.
Según
la teología, la mística se diferencia de la ascética en que esta ejercita el espíritu humano para la perfección,
a manera de una propedéutica para la mística, mediante dos vías o métodos, la purgativa y la
iluminativa, mientras que la mística, a la cual sólo pueden acceder unos pocos,
añade a un alma perfeccionada por la gracia
o por el
ejercicio ascético la experiencia de la unión directa y momentánea con Dios, que sólo se consigue por
la vía unitiva, mediante un tipo de experiencias denominadas visiones o éxtasis místicos, de los que son propios una plenitud y conocimiento tales
que son repetidamente caracterizados como inefables por quienes acceden a
ellos.
El
misticismo está generalmente relacionado con la santidad, y en el caso del
Cristianismo puede ir acompañado de manifestaciones físicas sobrenaturales
denominadas milagros, como por ejemplo los estigmas
y los
discutidos fenómenos parapsicológicos de bilocación y percepción extrasensorial, entre otros. Por
extensión, mística designa además el conjunto de las obras literarias escritas
sobre este tipo de experiencias espirituales, en cualquiera de las religiones
que poseen escritura.
El
misticismo, común a las tres grandes religiones monoteístas, pero no
restringido a ellas (hubo también una mística pagana, por ejemplo), pretende
salvar ese abismo que separa al hombre de la divinidad para reunificarlos y
acabar con la alienación que produce una realidad considerada injusta, para traer en
términos cristianos el Reino
de los Cielos a la Tierra. Los mecanismos son variados: bien mediante una lucha meditativa
y activa contra el Ego (Budismo) o nafs como en el caso del sufismo musulmán, bien mediante la
oración y el ascetismo en el caso cristiano, o bien a través del uso de la Cábala en las corrientes más
extendidas del judaísmo.
LA MÍSTICA FEMENINA
Nuestras místicas son
mujeres. Mujeres, en un mundo en el que el poder y el saber eran masculinos.
Dios era masculino y los intérpretes oficiales de su Palabra también eran hombres. Pero es que además, la escolástica
desarrollará para el saber religioso una noción de autoría que reafirmará aún más
este reconocimiento de la autoridad masculina en el campo de lo religioso. Solo
en los autores antiguos (los Padres) residía la autoridad. Los/las productores
de textos contemporáneos eran meros comentadores que avanzaban el conocimiento
en diálogo con los antiguos autores. Es decir, se utiliza la autoridad de los
antiguos autores (masculinos) para dotar a los textos nuevos de autoridad. Se
avanza en el conocimiento, pero siempre dentro de ese marco referencial en el
que la autoridad está en el antiguo autor. Esto supone que para las mujeres se
refuerza la tutela masculina: la de los obispos, la de los abades, la de los
directores, la de los confesores. Tiene prohibido ahora acceder a traducir y a
comentar la Escritura porque no entra en el cuadro del conocimiento referencial
(son “iletradas”). Y si no puede
entrar en el marco referencial del saber, ¿restará también en el dominio
religioso siendo una criatura de Dios de segunda categoría?
Sin embargo, nuestras místicas son conscientes
de estar en el origen de una experiencia de relación personal que se les
impone, de tener algo que decir, de ser “autoras”. Y es precisamente desde esta
originalidad (de saberse en el origen) de la experiencia que se les impone, no
pueden dejar de dar testimonio con el que avalar la veracidad de sus
afirmaciones estáticas sobre Dios. Sus escritos o los relatos biográficos se
fundamentan en el recurso a su propia experiencia como sujetos individuales
para justificar sus afirmaciones. En sus senderos místicos ser y decirse se
retro-envuelven. Consecuentemente, en su experiencia personal no solo reside su
autoría, sino que también su autoridad. Por eso, aún siendo lectoras asiduas de
la Biblia y conociendo, en muchos casos, los escritos de los espirituales
antiguos y contemporáneos raras vez los citan en sus escritos. Sus escritos no
se afirman en los antiguos autores, sino en su propia experiencia. Incluso en
sus afirmaciones más atrevidas sobre los grados de unión con la divinidad que
habrían alcanzado en esta vida. Son recorridos introspectivos e íntimos que
deshacen tópicos, abren nuevos horizontes y conducen a nuevas tomas de
conciencia.
La experiencia, y el
lenguaje que la apodera, es percibida como envolvente trama con el Absoluto,
como único espacio capaz de consignar los fragmentos luminosos de lo Indecible.
Sorprendidas por la irrupción del Absoluto que siempre tiene la iniciativa, las
místicas toman conciencia de ser “una subjetividad habitada” (según el modelo
neoplatónico), de “padecer” a un Dios
que se aplica a la larga paciencia de una relación. Es como si vivieran su
experiencia en primera persona; pero comprendiendo que procede de Otro que se
brinda a la relación y que apremia a la espera de “algo” que se presenta a la
conciencia de otro modo.
“Es necesario que me anuncie, si verdaderamente quiero mostrar la bondad
de Dios”.
La experiencia mística se
convierte así en la experiencia de la realidad del amor como acto de entrega;
como un acto de conocimiento en la que el alma se conoce porque es conocida,
ama porque es amada, y obligada, por la entrega de Dios. Retornando al origen
de su donación para situarse dinámicamente dentro del flujo vital del amor que
fluye entre las personas de la Trinidad.
Y sin embargo, lo que más
impresiona en el caso de la experiencia mística femenina, es que la acción
divina no se desdeña en manifestarse a través del lenguaje humilde del cuerpo
sexuado de la mujer. ¡Al contrario! Lo considera trámite adecuado de sentido de
finitud, marginalidad, humildad, pobreza creatural y, paradójicamente y por lo
mismo, como premisa para ir al encuentro de su plenitud, de una búsqueda de
totalidad, de apertura potencial al Absoluto. El cuerpo femenino se hace carne de lo invisible y templo del Espíritu. Un cuerpo unido
indisolublemente al espíritu por el que Dios se revela en el lenguaje
misterioso de la iluminación y del éxtasis y que abre a la mente horizontes
impensables de conocimiento de la verdad:
“… no sé nada ni puedo escribir: sino solamente lo que he contemplado con
los ojos del entendimiento, ha resonado en los oídos de mi corazón y he sentido
por todos los miembros de mi cuerpo la fuerza del Espíritu Santo”.
Se dice que la vía mística
comienza propiamente con el despertar del Yo a la conciencia de la Realidad
Divina. Experiencia habitualmente abrupta y bien señalada que va acompañada de
intensos sentimientos de alegría y exaltación. Es como si el sujeto emergiese
de una existencia limitada y aparencial a un mundo superior, el mundo del ser, el mundo de lo real. Como si descubriesen que su existencia reposara en un sentido
fundamenta que le hace posible y real.
El cristianismo ha llamado
a esta experiencia “conversión”; que
en caso de la conversión mística es
un acontecimiento de particular de iluminación nítidamente distinto de los
anteriores y que, no es ni preparado ni propiciado por ellos. Suele llevar
implícita una súbita y aguda percepción de una realidad luminosa y seductora
jamás antes percibida así. La conciencia cambia de súbito su percepción de lo
ocurrente y un nuevo aspecto de lo real se precipita en ella. Es un
acontecimiento de “ruptura de plano”,
por el que Dios toca lo más nuclear del místico absorbiendo con su amor su
corazón. Se produce un registro inmediato y directo, por contacto amoroso, con
la realidad de Dios, que se hace sello cordial y claridad de conciencia que
visibiliza de novedad todo lo vivido y conocido. Que estaba ahí y que ahora es
conocido sin mediaciones en su misteriosa totalidad e unidad. Dios
fundamentando totalmente la realidad en amor y gracia.
En el caso de las místicas
medievales este acontecimiento está nítidamente consignado en la narración de
sus itinerarios. En casi todas encontramos enfatizado su momento cronológico: En el año del Señor mil doscientos ochenta y
seis, un domingo en la septuagésima, yo Perla, sierva de Cristo, estaba en la
Iglesia, en misa…(Margarita de Oignt);
Cuando tenía solo 12 años fui saludada tan copiosamente por los dulces labios
del Espíritu Santo…(Matilde de Magdeburgo); Y cuando tenía treinta años y medio de edad, Dios me envió una
enfermedad… y en esto de repente, vi correr bajo la corona la sangre roja… y
comprendí que era él Dios y hombre, quien sufría por mí, que era él quien me lo
mostraba sin intermediarios…(Juliana de Norwich).
Pero una vez constatado
este acontecimiento, no es de menos señalar la reacción que en todas ellas
propicia. En efecto, tal acontecimiento no se queda en el arrobamiento
metafísico o en la delectación de lo sublime;
sino que materializa en respuesta amorosa a la Realidad percibida. Es el comienzo de una relación perentoria, personal
y holista entre el sujeto y la Vida Absoluta, porque para ellas la percepción
íntima de lo divino hace referencia al Amor.
Las místicas no despiertan a un Dios trascendente, sino inmanente.
Despiertan a la realidad de un Dios que quiere estar en intima relación de amor
con la criatura. Porque donde quiera que ellas miren, más que percibir una
insuperable belleza cósmica, lo que perciben es la herida del Amor de Dios
dentro de ellas. Entre las místicas y el Dios percibido como real e interno se
establece una toma y daca de amor personal que ya no tendrá desenlace. Un
punzante arrobamiento que nunca quisieran que se acabase y que transforma tanto
su enunciación teologal como su existencia vital.
Reconocido y narrado el
acontecimiento de la conversión como implantación en la realidad divina,
nuestras místicas saben, sin embargo, que ninguna decisión tomada en un
instante dado puede estar a la altura del apremio de Dios. Que no se puede
pretender haber respondido a su revelación de una manera exhaustiva y
definitiva. Al contrario, la manifestación divina es inauguración de una
historia dinámica marcada por los avances mensurables de una relación personal.
Es la marca de la historicidad inscrita en las temporalidades propias de la
existencia humana. En este sentido, la mística es un ad-venir, un devenir, una
aventura constantemente propuesta por la relación con la Alteridad; de un Absoluto que sorprende ofreciéndose en la densidad
de una relación.
Este devenir místico, esta
“vía mística”, adopta, en el caso de
las místicas medievales, dos tipos de expresiones literarias: los relatos
(autobiográficos o escritos por los confesores, las “Vitae”) y la sistematización literaria de pasos o grados de
identificación/unión con Dios. Los relatos autobiográficos son las fuentes
directas para conocer el itinerario vital particularizado de cada
mística. Ya el mero hecho de narrarse en proceso presupone, para la escritora
mística, reconocerse en camino, viatora hacia
el encuentro de una plenitud ansiada y nunca agotada. Plenitud que solo será
alcanzada si la mística consigue hacer de sí un éxtasis completo en la identificación amorosa con lo divino. La
historia existencial de cada mística es pues, el itinerario
somático-espiritual-relacional recorrido hasta la perfecta consumación en el
Amor de Dios.
La nomenclatura utilizada
para describir este recorrido depende de las influencias culturales y
espirituales del círculo de cada mística antes apuntadas: se puede utilizar el
lenguaje erótico del Cantar o el
lenguaje del amor cortés trovadoresco o el lenguaje visionario; pero todos
quieren expresar el mismo proceso continuo que supone la perfecta consumación
del Amor de Dios en una persona, en su cuerpo, en su identidad y singularidad
irrepetible. Las escritoras místicas no nos muestran a Dios en espíritu, sino
en su cuerpo, con su lenguaje, en su historia. Porque el Dios de las místicas
es el Dios cristiano, el Dios “corporalizado”,
el Verbo encarnado, con el que se relacionan, al que se unen y el que las
salva.
En el caso de la
sistematización literaria del itinerario (los tratados místicos propiamente
dichos) hay que decir que las místicas han sabido reflexionarlo, conceptuarlo y
argumentarlo (y en muchos casos narrarlo magistralmente) desde su propio
proceso personal.
Comenzado el itinerario
por Dios hacia Dios ¿qué es lo que lo mueve? El deseo: instinto ardiente de
amor para alcanzar la unión con el Amado. El deseo de amor y el deseo de
conocimiento del Amado experimentados de forma apasionada.
En las místicas todo empieza
con el deseo. Apasionadas amantes del Amor, utilizan lenguaje de enamoradas.
Suspiran, penan por el Amado, se sienten atraídas por su belleza, abandonadas,
o desconsoladas cuando se ausenta. Y esto de forma eminente porque su amor es
más ardiente, porque su Amado es mucho más real. Le vi y le busqué; le tuve y le deseé (Juliana de Norwich). Y es
que, para las místicas, no es posible un perfeccionamiento de la relación de
amor sino es objeto de deseo. Este solo puede ser suscitado si es descubierto
como una especie de desgracia, como
un don cuya fuente se desconoce, pero que nos “sobreviene” y nos introduce en
un estado de admiración y asombro. Desean, porque se han abierto a la sorpresa
de un amor de Dios del que ahora son conscientes; que estaba ahí pero que ahora
se ha manifestado. El deseo es, pues, la respuesta personal a la certeza
maravillada de saberse amadas; el impulso de su búsqueda y el receptáculo
colmado de la unión.
Pero el deseo es también,
en palabras de Hadewijch, “la virtud que
nos hace libres”; es decir, el quid fundamental de resistencia por el que
las místicas acceden intrépidas a espacios de búsqueda, libertad y conocimiento
en Dios aún fuera de los cauces religiosos al uso. Este anhelo ardiente de amor
en femenino (carnal e inmediato, sin escisión entre lo físico y espiritual)
encendido por Dios mismo y que solo Dios puede colmar, nadie lo puede contener.
Lo decíamos antes, Dios no
es para nuestras místicas ninguna sublimidad metafísica, ninguna especulación
teológica. Dios es Cristo, el Dios
humanado al que experimentan y reconocen con todo su cuerpo. Frente a la
abstracción teológica, las místicas contrapusieron la concreción de la humanidad de Jesucristo en la historia
del mundo. Colocaron en el centro de su adoración todo lo tocante al cuerpo adorado de Cristo.
Cristo es para ellas, el
Mediador entre Dios y los hombres, (Ego
sum via). En cuanto Dios es el
Verbo eterno, Mediador de la creación y semejanza
de las criaturas con Dios. En cuanto hombre, es el Verbo encarnado,
mediador de la redención y de la vida espiritual que diviniza al hombre. Por
eso, el camino místico consiste en la progresiva semejanza con Jesucristo, y su
final es participar en esa unión de la naturaleza humana con la divina que en
él se realizó paradigmáticamente. Asemejarse a Cristo en su divinidad
representa experimentar la unión y su gozo. Pero asemejarse a Cristo en su
humanidad reclama la imitatio Christi, es
decir, seguir su voluntad y seguir su camino de entrega, sufrimiento y muerte.
Otra consecuencia de la
centralidad de la humanidad de Cristo es la devoción eucarística por la que
nuestras místicas en sentido literal, no metafórico, se nutrían del cuerpo y la
sangre de Cristo. En la hostia, en el momento de la elevación, se ven los ojos
hermosos e intensos de Jesús. En fin, comer el Cuerpo de Cristo es la manera
más ajustada de responder a la exigencia de adecuación entre el plano real y
simbólico de la unión de lo divino con lo humano y permite a la mujer mística
dar rienda suelta a una afectividad en la que el cuerpo está absolutamente
implicado.
Casi todas las místicas
medievales han tenido experiencia visionaria. Evelyn Underhill cataloga las
visiones en tres tipos según el grado de externalización, por parte del sujeto,
de las intuiciones percibidas en el interior de la conciencia: visiones intelectuales (las más
espirituales, íntimas e inefables, recibidas por el entendimiento sin base
física, ni discurso oral), imaginarias (las
más simbólicas, son iluminaciones recibidas por el entendimiento) o corporales(percibidas por el ojo humano,
descritas como reales, pero introducidas por un “como si” que nos revela su inconsistencia material).
La visión es una locución,
una pretensión de decir lo Inefable.
Un esfuerzo de la mente humana profunda para mostrar la verdad a la inteligencia superficial. Tiene, pues, una función
mediadora: explicar la experiencia acontecida como revelación. Las visiones son
como un velo que separa y une la palabra y lo inefable. Sirven para transmitir
lo que acontece en ese mundo imaginario, en esa “tierra de las visiones” (Henry
Corbin) que no pertenece ni al cielo ni a la tierra; sino que está situado en
el corazón del orden simbólico, lugar de la mediación, y al que las místicas
acceden mediante su mirada interior, “el ojo del entendimiento” que contempla y
ve.
El objetivo final de las
visiones no es la observación y narración gregaria de los acontecimientos
visionados, sino declarar la revelación mediante la que la mística cobra
conciencia de lo Absoluto y mostrar, además, el proceso de perfeccionamiento,
que iniciado y conducido por Dios mismo, lleva a identificar esencialmente en
amor a Dios y a la visionaria. La visión obliga, pues, una transmutación
interior por elevación de todo el yo a la condición en que tiene lugar la unión
consciente y permanente con el Absoluto. Y es que las visiones no son
verdaderamente místicas sino acaban en la más noble de las pasiones, la pasión
de la perfección por el amor; sino empujan a un impulso hacia la perfección
moral. Quien ha entrevisto lo Perfecto, se siente incitado a ser perfecto.
La mística no es jamás la
arrogante persecución de goces sobrenaturales, de iluminaciones sublimes o
inefables deleites; ni tan siquiera la búsqueda del éxtasis de la unión con el
Absoluto. La mística es el despertar a la conciencia de una Realidad que
trasciende el mundo normal de lo aparente. Es ojo para ver la Creación en dolores de parto de esa Vida
trascendente, real y eterna aquí solo intuida e iniciada. Y ser místicas es en consecuencia, ser parteras, tomar parte en los gozosos
dolores de la creación hasta su alumbramiento en Dios porque que el amor impele
su afirmación exterior y, por tanto, la atención al mundo y la mirada
misericordiosa sobre el ser humano. Y esto en dos senderos. En el
antropológico, las místicas son modelo de la conciencia espiritual humana que
ha alcanzado la transfiguración hasta su condición filial. En el histórico,
buscando influir a la construcción de lo secular a la luz de los vislumbres de
la verdad de Dios. Las místicas nos devuelven a la vida cotidiana para
transfigurarla en su realidad, para que sea ya aquí y ahora lo que ya sabe que
será. El componente profético es, pues, inherente, a la vía mística.
En el periodo medieval
aunque a las mujeres no se les reconociera ningún derecho en la jurisdicción
eclesiástica, sin embargo a la mística femenina si se le reconoció un
componente profético. Santo Tomás de Aquino consideraba que las mujeres eran
incapaces de recibir órdenes sagradas pero capaces de recibir el don más
valioso de la profecía.
Nuestras místicas son
escritoras, sujetos de enunciación muy conscientes de su capacidad y derecho de
escribir. Sus escritos bastarían por si solos para ocupar un lugar en la
literatura (muy a menudo, son los primeros escritos en su lengua vernácula) y reivindicar
una palabra original que decir.
Pero siendo muy
conscientes de esto, estas mujeres escritoras son aún más conscientes de su
propia aventura espiritual, de que son visitadas por la gracia y que se les “impele” a objetivar mediante la producción de
un texto lo recibido; que no pueden
dejar de difundir la verdad de Dios que así se les ha manifestado. Su escritura
es presión arrolladora, es acertar a dejar aflorar las audacias del Espíritu
Santo en el ser humano. En efecto, nuestras místicas reciben del Espíritu la
función de escribir y, viceversa, escribir es para nuestras místicas, no tanto
ejercer de autoras (que sí) como obedecer al Espíritu Santo. Escritoras, por
tanto, a las que Dios quiere hacer escribir. Autoras que apelan directamente a
la divinidad reconocida en sí mismas como pauta y medida para decir su
experiencia y crear así un espacio de libertad para ser y decirse.
Pero además las místicas
no escriben para ellas solas, preocupadas por las que las rodean se embarcan en
una relación pedagógica y en una
transmisión activa: escriben para
enseñar desde la propia experiencia. Sus obras son tratados mistagógicos,
didácticos, que pretenden comunicar y enseñar; conducir las almas por el
laberinto espiritual del ascenso/descenso hacia Dios, a estimular a una vida de
amor. Se presiente con claridad la eficacia del texto, de la letra, de la
palabra. Y se dirigen, paradójicamente, a un espectro social que los textos
denominan illiterati (no versados en
la escritura, simples), fundamentalmente mujeres y hombres laicos, pero también
a los religiosos, activos y contemplativos. Es decir, a todos los que puedan
entender los textos desde su experiencia.
Por otra parte, los
escritos de las místicas pretenden decir lo inefable de Dios. Nacen de una
interiorización, de una búsqueda de identidad, de un ensayo de ser ellas mismas
en sus textos un espejo de lo divino, un canal. Paradójica única vía posible
para decir lo indecible y alcanzar libertad. Por eso tienen que inventar el
lenguaje que de antemano saben que se les queda corto. Y es que el amor desborda
los límites del lenguaje; las palabras parecen mentira y blasfemia porque
Dios-Amando no puede ser explicado. “Es
como poner precio a cosas que no se podían hacer, pensar y decir, como haría
aquel que quisiera encerrar el mar en su ojo, llevar el mundo sobre la punta de
un junco, o iluminar el sol con un farol…” (Margarita Porete).
Al escribir encuentran en
la palabra, en la interpretación y en el punto de partida para entenderse a sí
mismas; la forma de apropiarse de la experiencia que hace ascender el camino
hacia Dios.
Implantadas en la Realidad
descubierta como ofrecimiento gratuito de unión con el Dios Absoluto, Amor y
Amante, la consecuencia directa es la libertad. Las místicas son desde la
verdad de Dios, sobrecogedora y amada, mujeres libres.
Libres
y desafiantes en la conciencia de sí mismas, como se aprecia en el epistolario
de Hildegarda, que inspirada por aquella Luz
Viviente amonesta las corrupciones de reyes y Papas. Y libres también para
resistir el poder arbitrario de la jerarquía de la Iglesia.
Pero nuestras místicas son
libres, sobre todo, para concebir y expresar la espiritualidad de un Dios
distinto (afectivo, personal, interior e inmediato). Libres para hablar de sus
experiencias espirituales. Libres para enunciar una teología en lengua materna
desde una concepción diversa del poder de la razón. Teología que parte desde
una aproximación diferente al texto sagrado y desde la utilización de una
palabra primaria que utiliza lo más espontáneo e inmediato del lenguaje, y que ya
no pasa por el instrumento convencional del intelecto. Porque, en efecto,
mientras la razón masculina eclesiástica se acerca a la Escritura mediante la
exégesis colocando el texto sagrado bajo el régimen de la razón y de la
mediación (masculina) de la autoridad referida;
las místicas colocan su experiencia (femenina), es decir, el saber práctico y
experimental, al costado de la Escritura.
Su experiencia personal es
para ellas escritura corporal del
Espíritu Santo y, por lo tanto, está a la altura de la misma Escritura. La
experiencia es prueba de la fuerza operativa del Espíritu Santo en la historia
humana, de que la realidad histórica está abierta a la trascendencia pero desde
su propio interior. ¿Qué consecuencias tiene esta postura ante la autoridad del texto Sagrado? Una
ganancia de libertad, un reconocimiento de que el Espíritu no está fijado
(actúa cuando quiere), un situarse “por
encima, no contra de la ley” y no intentar que el texto responda a nuestras
precomprensiones racionales. Todo ello minaba desde dentro el régimen de la
mediación eclesiástica fundamentada en el régimen lingüístico de la lengua
escrita/ lengua hablada, y en una tradición de cultura docta exclusivamente
masculina. Por eso, sin caer en el riesgo de la heterodoxia, el surgir de la
experiencia carismática femenina representaba también un cambio en la autoridad
y del sentido de la ortodoxia. Un sentido más confiado, más ligero, de la
verdad dogmática, hasta hacer de esta (por ejemplo en el tema de infierno y del
pecado) un elemento de concentración entre la mística y Dios. Su saber de Dios
no es pues, reflexión sistemática y académica. Tiene impronta de itinerario, de
camino, incluso fragmentario, argumentativo y narrativo. Porque no parte de
conceptos abstractos, sino de vivencias.
Conscientes de su
fragilidad, las místicas no pusieron en discusión la visión antropológica
medieval de que la mujer o lo femenino son el símbolo de la parte física, concupiscente
y material de la naturaleza humana, en contraposición al hombre, símbolo de lo
espiritual y racional. Cuya consecuencia era destacar la debilidad estructural
de la mujer y, por lo mismo, la necesidad de sumisión y su exclusión social.
Pero desde el vigor
asombroso de una conciencia muy fuerte de un Yo que se sabe elegido para una
misión, las místicas se sirvieron de esta dicotomía para demostrar que Dios
había elegido en Cristo revelarse, precisamente, a las mujeres. Porque Cristo,
Dios humanado y sufriente, asumió y amó la debilidad y el dolor; la
inferioridad y la vulnerabilidad como lugar teológico de la revelación. Si la
Encarnación había comenzado bajo el signo de la necesidad, de la pobreza, de la
deficiencia, ¿quién mejor que el cuerpo de la mujer podía ser símbolo mismo de
la humanidad redimida?
Porque muchas veces Dios omnipotente-señala el hermano Enrique
a propósito de Matilde de Magdeburgo-escogió
lo débil del mundo para confundir a los más fuertes. Por tanto, que nadie se
sorprenda ni pierda la fe si Dios en el tiempo de la gracia renueva los
prodigios revelando sus misterios al sexo débil.
Las mujeres místicas,
pues, contra el topos cultural,
reivindicaron su cuerpo inventando un cuerpo místico, diferente; un cuerpo que
participaba por entero del acontecimiento espiritual, que apela ampliamente a
los sentidos y a una dinámica vehemente de la vida sensorial. Lo visual, lo
auditivo, todos los sentidos corporales, son convertidos en sentidos
espirituales que intentan transparentar el exceso delicioso de la experiencia
del anonadamiento de sí, el fervor del deseo, el desfallecimiento y el delirio.
Cuerpo-receptáculo dócil, propicio para el amor; terreno elegido y particular
para “hablar de Cristo”, para manifestar su amor.
Esta predilección de lo
femenino como velo transparente de revelación humanada de Cristo, como lugar
dentro del cual mora Dios, lleva a las místicas al empleo de expresiones
atrevidas que intentan explicar el traspaso total de una existencia centrada en
el yo, a la entrega y abandono en brazos del Dios hombre, a la asunción de la
pobreza radical de aceptar la lógica desposesiva del amor. Cada mística
visiona, experimenta y padece una vinculación de su ser creatural con Cristo
que no puede dejar de anunciar como sustancial a todo hombre y a la creación.
Cada una pone su acento y su expresión. Cada una es una traza de Cristo reflejada en un alma particular y original. Espejo
nítido en el que Dios se refleja, ciudad gloriosa en la que habita Dios.
LAS BEGUINAS
Las
beguinas eran una asociación de
mujeres cristianas, contemplativas y activas, que dedicaron su vida, tanto a la
defensa de los desamparados, enfermos, mujeres, niños y ancianos, como a una
brillante labor intelectual. Organizaban la ayuda a los pobres y a los enfermos
en los hospitales, o a los leprosos. Trabajaban para mantenerse y eran libres
de dejar la asociación en cualquier momento para casarse.
Este movimiento nace a finales
del siglo XII en un ámbito geográfico concreto, que se extiende con rapidez
hacia el norte y el sur de Europa, y en cuyo seno encontramos mujeres de todo
el espectro social cuyo deseo es el de llevar una vida de espiritualidad
intensa, pero no de forma claustral, como estaba sancionado socialmente, sino
plenamente incardinadas en las ciudades entonces emergentes.
La necesidad de un espacio
específicamente femenino, creado y definido por las mismas mujeres, fue sentida
y expresada literariamente por Cristina de Pizan a principios del siglo XV en
“El libro de la Ciudad Damas”, en el cual ella imagina la construcción de una
ciudad, sólida e inexpugnable, habitada sólo por mujeres. Pero pocos siglos
antes las mujeres llamadas beguinas habían materializado ya la existencia de un
espacio similar al imaginado por Cristina.
Reclusión, beguinato o
beaterio son algunos de los nombres que designan este espacio material en el
que habitan las beguinas o reclusas y que puede adoptar formas y
Dimensiones diversas, ya que puede tratarse
de una celda, una casa, un conjunto de casas o una auténtica ciudad dentro de
la ciudad, como los grandes beguinatos flamencos, declarados Patrimonio de la
Humanidad el año 1998.
Todos ellos, sin embargo,
representan una misma realidad: un espacio que no es doméstico, ni claustral,
ni heterosexual. Es una espacio que las mujeres comparten al margen del sistema
de parentesco patriarcal, en el que se ha superado la fragmentación espacial y
comunicativa y que se mantiene abierto a la realidad social que las rodea, en
la cual y sobre la cual actúan, diluyendo la
división secular y jerarquizada entre público y privado y que, por tanto, se
convierte en abierto y cerrado a la vez. Un espacio de transgresión a los
límites, tácitos o escritos, impuestos a las mujeres, no mediatizado por ningún
tipo de dependencia ni subordinación, en el que actúan como agentes generadores
de unas formas nuevas y propias de relación y de una autoridad femenina. Un
espacio que deviene simbólico al
erigirse como punto de referencia, como modelo, en definitiva, para otras
mujeres.
HILDEGARDA DE BINGEN
Hildegarda nació en el año
1908 aproximadamente, en Bemersheim (Alemania).
Ingresó en el Monasterio Benedictino de
Disibodenberg cuando tenía 8 años. Esto tiene lugar porque sufría visiones
desde muy pequeña, por lo que los padres, asustados, decidieron entregarla al
Monasterio. Aquí comienza su educación de la mano de Jutta de Spanheim.
Era una niña inteligente y allí adquirió
cultura religiosa y humanística como oblata benedictina. Más tarde profesó como
monja en este lugar. Cuando murió Jutta, Hildegarda fue elegida abadesa.
Se esmeró en mantener y defender siempre la
independencia de su monasterio frente a los intereses económicos de los monjes
vecinos de Disibodenberg. Más tarde, trasladó la comunidad de monjas a Bingen,
para así tener más autonomía. Las relaciones con los monjes de Disibodenberg
fueron cordiales pero no exentas de fricciones, ya que Hildegarda no se dejó
someter nunca. Era muy celosa de la independencia de la comunidad entre
cualquier poder civil o eclesiástico. Este es un rasgo característico de su
personalidad. Tiene un fino sentido de la justicia y de la libertad y si
alguien pretende desviarla de este recto camino se tiene que enfrentar
forzosamente a ella.
Hildegarda está segura de que su misión viene
de Dios, estaba convencida de que hace aquello que Dios quiere y está movida
por su Espíritu. Es capaz de llevar hasta el final una acción que cree justa,
sea en defensa propia o de su comunidad, o de alguien que ha sido tratado
injustamente. Le interesa todo aquello que es de dios y todo aquello que es
humano.
A la edad de 42 años, tuvo un episodio de
visiones muy fuerte, durante el cual recibió la misión de predicar sus visiones
y la comprensión religiosa que le había sido otorgada. En esta época era un
hecho inusual que una monja saliese a predicar, ya que rompía los patrones
vigentes. Aun así, ella estaba convencida de que había recibido un mensaje de
parte de dios y que lo tenía que transmitir. Por ello, emprendió 4 viajes de
predicación, entre sus temas están la reforma de la Iglesia y de la observación
monástica.
Debido a esto, la gente la buscaba para
escuchar sus palabras de sabiduría, para curarse o para que los guiara.
Los altos cargos eclesiásticos, así como
emperadores, reyes o principies querían escucharla, pero ella en quién
realmente estaba interesada era en los más desfavorecidos.
De hecho no tuvo una buena relación con la
Iglesia, ya que en algunos momentos atacó fuertemente las costumbres de esta y
la tachó de corrupta. Pasados los años, decidieron perdonarla y la llegaron a
reconocer como una “mujer santa”, aunque hubo tentativas, nunca llegaron a
canonizarla.
Profundizando más en sus visiones, estas
pertenecen a una verdadera experiencia mística. Sin embargo, ella dice que las
tiene en un estado de vigilia, es decir no son alucinaciones, son sueños. Se
siente penetrada por Dios. Después trata de transmitir el mensaje con un
lenguaje alegórico, en orden a la edificación de otros. Elabora la visión, la
interpreta, la dicta y sus ayudantes la escriben.
Actualmente, nos encontramos con opiniones de
todo tipo, bien autores que tachan sus vislumbraciones de productos de migrañas
o alucinaciones provocadas por alguna enfermedad.
Para concluir, diremos que
Hildegarda era lo que hoy llamaríamos una mujer polifacética; aparte de ser una
mujer comprometida con la persona humana, con la causa de la justicia, con los
más débiles también se dedicaba a la pintura, a la poesía y es de destacar su
obsesión por la salud.
MARGARITA PORETE
Margarita
Porete nació alrededor de 1250 en la
región de Henao, provincia del reino de Bélgica.
No se conocen datos biográficos, se sabe sí que era una religiosa muy sabia,
que formó parte de las beguinas, una importante corriente piadosa. Estas
mujeres vivían en celdas adosadas a monasterios y prestaban servicios en
hospitales y leprosarios, dedicaban su vida a la defensa de los enfermos y
desamparados. Eran muy piadosas y aunque no hacían votos solemnes, podían
abandonar la asociación para casarse; no eran monjas, pero tampoco eran laicas
comunes, su idea de religiosidad era más amplia que la de los conventos.
El movimiento de las
beguinas se extendió por los Países Bajos durante los siglos XII y XIII y gran
cantidad de mujeres se unieron: por propia voluntad preferían la devoción laica
y permanecer solteras. Los conventos sólo aceptaban mujeres de clase alta, pero
había muchas que no tenían bienes ni linaje y como beguinas accedían a buenos
conocimientos. Se dedicaban a la confección de ropa para mantenerse y eran muy
devotas: tenían un director espiritual, por lo general un benedicto.
Margarita Porete tenía una amplia formación religiosa y consagró su vida a
Dios, a la vida contemplativa y espiritual, a hacer buenas obras, sin obedecer
ninguna regla ni dogma. Enseñaba a los laicos su saber teológico, el latín
clerical lo convertía en lengua vernácula. Tenía visiones místicas que plasmó
en un libro "El espejo de las almas simples", donde expresaba que
Dios estaba presente en la creación y en la humanidad, el Amor del Alma que se
une a Dios y no tiene otra voluntad que la Suya. El lenguaje, que estaba escrito
en francés antiguo y los diálogos entre el Amor, la Virtud y la Razón dan
testimonio del alto nivel de educación de esta beguina.
Las copias del libro
pasaban de mano en mano, de país a país, teniendo innumerables ediciones e
influyó en importantes personajes de la mística a lo largo de los siglos. La
traducción de las obras del místico alemán Johannes Eckhart y la divulgación de
su propio libro, hicieron que la jerarquía eclesiástica lo considerara
peligroso y herético y Margarita fue acusada de hereje, condenada por la
Inquisición en 1310, y quemada en la hoguera, en París.
La obra de Margarita Porete sobrevivió, aunque fue publicada anónimamente desde
su muerte, y traducida al latín, italiano, inglés y alemán.
CRISTINA DE PISAN
“Y si alguna mujer aprende
tanto como para escribir sus pensamientos, que lo haga y que no desprecie el
honor sino más bien que lo exhiba.”
Cristina
de Pisan nació en Venecia. Hija de un médico y profesor de astrología y
consejero de la República de Venecia, quien poco después de su nacimiento fue
nombrado astrólogo, alquimista y médico del rey por la corte de Carlos V de
Francia, de quien más tarde escribiría su biografía. Fue en el entorno del
Louvre donde Cristina satisfizo sus intereses intelectuales. Aprendió varios
idiomas, leyó a los clásicos y estudió a los humanistas de comienzos del
Renacimiento, al tener acceso a los manuscritos del archivo real de Carlos V.
Sin
embargo, Cristina no expresó su autoridad como escritora hasta que enviudó, a
los veinticuatro años, de Etienne du Castel, secretario real de la corte, con
quien se casó a los quince años. Cristina tuvo tres hijos. Con la muerte de su
marido debido a una epidemia, se encontró al frente de su familia y perseguida
por numerosos acreedores que la instigaban a pagar las incontables deudas
contraídas por Castel. Para hacer frente a las dificultades económicas Cristina
se dedicó a escribir. Además de tener que estar varios años pleinteando por la
herencia del mismo.
En
1393 escribía baladas de amor sobre su desgracia por su temprana viudez, que
llamaban la atención de los ricos mecenas de la corte, intrigados por esta
novedosa escritora, a quien le pedían escribiera baladas sobre sus conquistas
amorosas. Su producción literaria fue prolífica entre 1293 y 1412, cuando
escribió más de trescientas baladas e innumerables poemas cortos.
En
1401, la participación de Cristina de Pisan en una trifulca literaria con
varios pensadores de la época le permitió salir del ámbito de la corte, para
establecerse como una escritora preocupada por la posición de la mujer en la
sociedad. Durante estos años, Pisan dio origen a una disputa por cuestionar el
mérito literario del renombrado Jean de Meun, quien en su famoso Romance de la rosa satiriza las convenciones del amor
cortés, al mismo tiempo que retrata a la mujer como una simple seductora.
De
Pisan se opuso al uso de términos vulgares en el poema alegórico de Meun, que
denigraban la función natural de la sexualidad femenina. El centro del debate
pasó de la capacidad literaria de Meun al descrédito de la mujer en los textos
literarios, que según Cristina afectaba el vínculo entre las mujeres. La
disputa ayudó a establecer a de Pisan como una intelectual capaz de defender
sus opiniones en un ámbito literario de dominio masculino.
En
1409, Pisan había escrito sus obras más renombradas: El libro de la ciudad de las damas,
El tesoro de la ciudad de las damas, y El libro de las tres virtudes.
El primero muestra la importancia de las contribuciones de la mujer a la
sociedad. De Pisan crea una ciudad simbólica en la que la mujer es apreciada y
defendida. El segundo intenta mostrarle a la mujer cómo cultivar cualidades
útiles para contrarrestar la misoginia creciente. También hace hincapié en el
efecto persuasivo del discurso femenino y sus acciones diarias. También explica
que la mujer debe reconocer y promover su capacidad para ejercer la paz.
Con el uso de figuras retóricas, de Pisan expresa una perspectiva
completamente femenina. Con ella crea un foro para hablar de temas de
importancia para la mujer, donde únicamente voces femeninas dan sus opiniones y
ejemplos. De Pisan sostiene que los estereotipos femeninos sólo se dan en casos
en que no se le permite a la mujer entrar en la conversación masculina.
De Pisan buscó
la colaboración de otras mujeres en la creación de su trabajo. Menciona
especialmente a una ilustradora conocida como Anastasia, a quien describe como
una de las más talentosas de su época.
Varios estudiosos de su retórica
analizaron sus estrategias de persuasión y concluyeron que de Pisan creó una
identidad retórica personal de gran utilidad para la mujer.
El último trabajo de
Christine era un poema elogiando a Juana de Arco,
la campesina, que tuvo un papel muy
público en la organización de la
resistencia francesa a la
dominación militar de Inglés en
el siglo XV. Escrito
en 1429, La
Historia de Juana de Arco celebra la aparición de una mujer
líder militar que de acuerdo con Christine,
reivindicados y recompensados los esfuerzos de todas las mujeres para defender
su propio sexo .Después
de completar este poema en particular, parece
que Christine, a la edad de sesenta y cinco
años, decidió poner fin a su carrera literaria.
La fecha exacta de
su muerte es
desconocida. Sin embargo, su muerte no dejó de indicar un
reconocimiento por sus obras literarias de
renombre. En cambio, su legado continúa en la
causa de la voz que
ella creó y estableció como una
retórica autoritaria.
Al final de su vida se retiró a la abadía de Poissy, donde vivió junto a su
hija hasta su muerte a los sesenta y seis años, aproximadamente.
Poeta, tratadista histórica y política del Medievo.
Se enfrentó a los estereotipos misóginos de la época prevalecientes en el
ámbito del arte. Fue la primera escritora profesional en Europa. Sus escritos
innovadores, en los que hacía uso de técnicas retóricas, desafiaban a los
escritores renombrados de la época como Jean de Meun, quien expresaba ideas
misóginas en sus trabajos literarios.
En décadas recientes, el trabajo de Pisan ha
recobrado su prominencia gracias a ciertos estudiosos que la consideran una
feminista incipiente, por expresar con un lenguaje eficaz que la mujer podía
tener un papel importante en la sociedad.
ELOÍSA DE
PARÁCLITO
«...Dudo que alguien pueda leer o escuchar tu
historia sin que las lágrimas afloren a sus ojos. Ella ha renovado mis dolores,
y la exactitud de cada uno de los detalles que aportas les devuelve toda su
violencia pasada […]»
Carta de
Eloísa a Abelardo
Nace Abelardo en 1079, hijo
de una familia de la baja nobleza, militares al servicio del poderoso Conde de
Nantes. Destinado a la carrera de las armas, pronto encontró en la filosofía su
verdadera vocación. Con dieciocho años se incorpora a la escuela de uno de los
más afamados maestros, Juan Roscellino, de quien termina discrepando, lo
contradice en público y por último, abandona su tutoría.
El nacimiento del siglo XII
contempla la entrada en París de un joven Abelardo anhelante de conocimientos y
rebosante de ambición intelectual y social. Los dos años siguientes fueron de
febril aprendizaje. Ingresa en la escuela de la Catedral para estudiar
dialéctica con el más renombrado filósofo de la época, Guillermo de Champeaux.
A los pocos meses se repite la historia de Juan Roscellino; Abelardo, perpetuo
inconformista, osa contradice la doctrina del maestro; tras una polémica cada
vez más acalorada, que provoca entre los estudiantes la formación de sendas
corrientes, el alumno sale triunfante y Guillermo acepta las tesis del, hasta
entonces, discípulo.
Este éxito catapulta la fama
del joven, que confiando en su ciencia, con tan solo veintidós años decide
montar su propia escuela. El lugar seleccionado es Melún, ciudad muy importante
por aquel entonces. El éxito lo acompaña y muy pronto se muda a Corbeil, más
próximo a París, cuya escuela de Nuestra Señora era el blanco de sus
aspiraciones. Tanta actividad mina su salud, debiendo retirarse unos años a
Bretaña para reponerse. Vuelve a Paris, de nuevo como discípulo de Guillermo de
Champeaux y, en 1108, se presenta la ansiada oportunidad; Guillermo es nombrado
obispo de la diócesis de Chalons-sur-Marne y Abelardo le sucede a la cabeza de
la escuela de París,
Tras otro breve retiro en
Bretaña, se dirige a Laón para estudiar teología con el prestigioso doctor
Anselmo de Laón. En 1114 retorna como profesor en la escuela catedralicia de
París, donde llegó en breve lapso al apogeo de su celebridad.
En este punto, la memoria
del monje hace un alto, lágrimas de orgullo asoman a sus ojos, recuerda
aquellos tiempos de gloria y rememora, entre los mas de cinco mil alumnos que
llegó a tener, alguno de los más famosos: un Papa (Celestino II), diez y nueve
Cardenales, más de cincuenta Obispos y Arzobispos franceses, ingleses y alemanes.
Eloísa fue una
dama francesa nacida en París en el año 1101 y falleció alrededor del 1162,
1164 en el monasterio de Paráclito de donde era abadesa.
Era discípula de
Fulberto un tío suyo que era canónigo, Fue él quien contrató a Pedro Abelardo como su maestro en
filosofía. Y desde ahí empezó su historia de amor, contada por el mismo
Abelardo en su Historia calamitatum. Este
fue brillante maestro de dialéctica en París, casi cuarentón, consiguió seducir
a la jovencísima Eloísa, que tenía
entonces diecisiete años,” físicamente todo lo contrario de fea” y
“excepcional” “en cuanto a sabiduría”.
Consigue hospedarse en casa de Fulberto, con el encargo
de instruir a la jovencita. Para un hombre con su fama y su fascinación, la
conquista es fácil. “Con el pretexto de estudiar, nos abandonábamos
perdidamente al amor y precisamente el estudio ofrecía esos secretos
aislamientos de los que el amor tiene necesidad. Con los libros delante,
hablábamos más de amor que de filosofía, y eran más los besos que las sentencias.”
La relación se mantiene en secreto, pero aún así Fulberto se entera, brota en
él la ira y la vergüenza. Abelardo,
quiere apartar a Eloísa de la furia de su tío, ella que descubre al mismo tiempo, con alegría,
que está embarazada. Abelardo la lleva en
secreto a Bretaña, con su hermana. Y allí Eloísa da a luz a un niño al que pone
de nombre Astrolabio.
Mientras
tanto, Abelardo ofrece a Fulberto, que
sigue lleno de ira, una reparación por la culpa: le propone casarse con Eloísa,
pero quiere que el matrimonio sea en secreto, para que no haya prejuicio de su
fama y su carrera. Eloísa se opone orgullosamente al matrimonio, no sólo porque
considera que las bodas secretas no son, para su tío, una reparación suficiente
y porque cree que, de todos modos, se divulgará el secreto, sino que, sobre
todo, porque quiere conservar la gratituidad de un amor tan profundo y
desinteresado que le hace preferir el titulo de amante al de esposa. Pero
Abelardo vence con su determinación la resistencia de ella y la boda se celebra
en secreto, en presencia de los parientes de Eloísa, que no vacilan en divulgar
la noticia. Entonces Abelardo lleva a Eloísa al convento de Argenteuil.
Fulberto, sospechando que Abelardo quiere desembarazarse de la joven esposa y
considerando que la boda en secreto no es suficiente reparación, castra a
Abelardo mientras duerme.
Abelardo herido
en cuerpo y espíritu, quiere que Eloísa tome el velo y se haga monja; él la
sigue poco después, en la misma decisión. Los dos esposos, que ahora están
consagrados a Cristo, no vuelven a verse hasta que, diez años después del
principio de su amor, se encuentran, ella como abadesa de Paracleto y él como
padre espiritual, maestro y guía de las monjas. A esto sigue la conmovedora
correspondencia. Eloísa que lamenta la lejanía de Abelardo, le pide
insistentemente alguna palabra, alguna carta, que puedan sustituir su presencia
personal. Abelardo le responde recordándole que, desde ahora, ella debe dirigir
a Dios, no a él, la intensidad de su amor. No siente particular nostalgia
del hijo. Cuando lo separaron de ella, fue confiado a su hermana; más adelante,
bajo la protección de otro tío, Porcarius, canónigo en Nantes, siguió la
carrera eclesiástica, a la que, dado sus singulares padres, estaba
predestinado. Tiene esporádicas noticias de él, ahora está con su tío, de
seguro le sucederá en la canonjía.
El ilustre
maestro de dialéctica, también se ve abordado, en la soledad del claustro, por
una muchedumbre de alumnos que desean aprender de él, pero dos concilios
sucesivos habían señalado como heréticas sus interpretaciones teológicas.
Herido por esto y por la hostilidad de muchos de los que conviven con él,
Abelardo en los últimos años de su vida encuentra refugio en el convento de
Cluny, con Pedro el Venerable. A su muerte, respetando su voluntad expresada en
sus cartas, su cuerpo es sepultado en el convento en el que era abadesa Eloísa,
la cual le sobrevivirá casi veinte años y es sepultada con él, en una tumba
común. Ya que tanto le había amado en vida, al menos podrá unirse con él en la
muerte.
Así a todo, el
mito amoroso es construido por Eloísa. Por encima del debate a cerca de la
autenticidad del epistolario, que se sitúa en los primeros treinta años del
siglo XIII, lo que es cierto es que en la correspondencia destaca la
superioridad de Eloísa sobre Abelardo en cuanto a la intensidad y duración del
sentimiento amoroso. Mientras que, en el caso de él, las cartas sugieren una
autentica conversión y muestran el enfriamiento de su sentimiento hacia Eloísa,
hasta el punto de que no está fuera de lugar la duda de ella, de que Abelardo
se hubiese sentido impulsado hacia ella más por deseo y lujuria que por
verdadero amor; y sin embargo, en el caso de Eloísa, es evidente que ha sido
únicamente el amor lo que ha guiado todos sus pasos, hasta el punto de que el
recuerdo de las caricias y de los trasportes amorosos no le abandonan ni
siquiera entre los muros del convento.
Eloísa nunca
niega su amor por Abelardo y, conforme a la ética de la intención que ella
comparte con él, se juzga hipócrita por el hecho de cultivar todavía en su
interior el recuerdo de las ya lejanas caricias amorosas, mientras que a los
ojos del mundo aparece como abadesa irreprensible. En los motivos que ella
opone al matrimonio y que mantendrá todavía muchos años después de la dramática
conclusión el suceso amoroso, Eloísa afirma la superioridad del amor
desinteresado y gratuito frente al matrimonio. En esto se acerca a la
elaboración de la ética cortés, aunque aplicada a una situación bastante
distinta de esta. El amor, en esta época, es un sentimiento que han “inventado
las mujeres”, no sólo porque algunas líricas corteses están escritas por
trovadoras, aunque a decir verdad, la mayoría de estas liricas están compuertas
por hombres, sino, sobre todo porque estas poesías son fruto de una interacción
en la que los sujetos femeninos están en primer plano.
Respecto a la
ética cortesa, hay una diferencia significativa en la historia de Eloísa y
Abelardo, y es el hecho de que el centro de este amor no es la mujer, sino el
hombre. Abelardo, es el núcleo y el término de más valor en esta relación,
según la lectura que hace de ello la propia Eloísa. Él se encuentra siendo, al
mismo tiempo, el centro y el cantor de la historia; efectivamente, los dos
recuerdan que en los tiempos de su amor circulaban canciones que Abelardo había
compuesto para su amada. Por consiguiente , la segunda posición que asume
conscientemente Eloísa dentro de esta historia amorosa se aparta del marco de
lo cortés: aunque la relación entre ambos tuviese algunos elementos de
reciprocidad, fuera por al gran cultura de ella, tan rara en aquella época, o
por el papel de abadesa que desempeña en cuanto se hace monja, Eloísa escoge ,
sin embargo, para sí misma una posición secundaria, y confirma varias veces la
inferioridad de la mujer respecto al varón, de la esposa respecto al marido.
La reivindicación
de la segunda postura coincide, en Eloísa, con la conciencia de su diferencia
femenina, la cual hace incapaces a las mujeres de soportar las mismas reglas que
son válidas para los hombres. La conciencia de la diferencia femenina en Eloísa
va integrada con su lamento por la escasez de normas válidas para las
mujeres, las cuales pueden encauzar sus elecciones de vida en reglas de conducta
capaces de contenerlas, pero también respetar su especificad femenina. Ella
misma que vivió una prueba excepcional en muchos aspectos, se esfuerza en
obtener de los hechos de su existencia, un marco que pueda darle sentido y
contenerla.
En definitiva,
después de haber oscilado entre reciprocidad y sumisión para con Abelardo, ella
se decide, como ya se ha dicho, por una posición secundaria. En esto hay algo
de exquisitamente femenino. Ella adquiere y ejerce autoridad, tanto como
abadesa de Paracleto, cuando debido al esfuerzo de interpretar en la forma casi
pública del epistolario, la dinámica de sus sentimientos; pero todo esto lo
hace siempre llamándose segunda respecto a Abelardo. El amor hacia él está
siempre animado del amor a Dios. Eros en
ella tiene supremacía sobre ágape, y
este último no consigue inscribir dentro de su propio espacio del movimiento de
eros. El compendio de su vida es
Abelardo. Eloísa está cerca de las santas y místicas que se ponían en segundo
lugar respecto a Dios, solo que ella lo hace con respecto a un hombre. Eloísa
se convierte en portavoz del sentimiento amoroso de ambos y, de cierto modo, es
la primera autora de su historia, amorosa y lo demás.
Ambos comparten
la concepción, típica de la Edad Media, de la mayor inferioridad y debilidad
femenina. Abelardo, sin embargo, deduce de ello una moral heroica, una teoría
audaz y original sobre dignidad de la mujer: precisamente porque la mujer tiene
que luchar contra una naturaleza más débil, su victoria tiene más mérito. Pero
demás, Abelardo, tomando como referencia el texto evangélico, hace ver que,
después de la muerte de Cristo, las mujeres se quedan allí impávidas, mientras
que los apóstoles se dispersan, asustados. Las mujeres son valerosas, fieles;
los hombres, aun amando a Cristo, son débiles, no saben hacer nada por él en
peligro, y sin embargo, las mujeres le demuestran su amor no con palabras sino
con hechos.
El remedio a la
culpa de Eva no viene solamente de la grandeza de María, sino que las propias
mujeres, en el Evangelio, demuestran un comportamiento valeroso, tanto más
meritorio cuanto que consigue vencer en una naturaleza más débil.
A pesar de que la
autoridad de San Jerónimo, aceptada por ambos, insiste sobre la mayor debilidad
femenina, la moral heroica, elaborada por Abelardo dialogando con Eloísa,
reconoce una dignidad a la mujer que no es fácil encontrar en los textos
medievales sobre el tema. Para nosotros, modernos, existe una situación
desconcertante: el reconocimiento de la dignidad femenina, siempre vinculada a
la posición secundaria atribuida a la mujer.
En cuanto a
Eloísa, las lectoras de su epistolario pueden comprender fácilmente los motivos
de su posición secundaria, tan tenazmente invocada y defendida por ella. “Es
verdad que Eloísa sufrió mucho por causa de Abelardo, pero al menos, hay dos
cosas seguras: que diez veces el mismo calvario, y que habría sufrido como la
peor de las injurias por el hecho de que alguien pudiese creer que podía
elevarla, disminuyendo a Abelardo.