lunes, 30 de enero de 2012

La casa de la Troya




La novela La Casa de la Troya, publicada por Alejandro Pérez Lugín en 1915, es una de las obras literarias en lengua española más leídas de todos los tiempos. La rúas, las plazas, las fuentes, las gentes, los bailes, la Catedral y la Universidad Santiago son los escenarios en que se desarrolla su eufónica trama; tan divertida como etnográfica. El final feliz no se hace esperar a pesar de que la obra es maniquea y opone el beatus ille que todos los seres humanos desean al ambiente urbano que cuenta con unos malos de opereta, con Cruella de Vil —Jacinta Valiño— y John Silver Pata de Palo —el señorito Octavio—, que Lugín apoda los Maragotas.
Gerardo Roquer, un joven madrileño es enviado por su padre a estudiar a la Universidad más alejada de la corte y villa de Madrid. El estudiante se desespera. Pero la juventud y el amor imperan. Pronto encuentra la amistad desinteresada de sus compañeros de la fonda de la casa de la Troya junto a la suave y protectora comodidad que expele el paso por sus rúas y jardines, la estupenda visión de su arquitectura, los hábitos comerciales, la música y un amor-amor que, no faltaría mas, será eterno por siempre jamás. ¡Miña Carmiña, meu lar!
Camiño do Faro, fiel a su vocación santiaguista, española y occidental, y a la calidad y el estilo que la caracterizan, pone a disposición del público esta Web para que todos los admiradores de La Casa de la Troya y amantes de la ciudad del Apóstol Santiago, vuelvan a su nido a través de las ondas y allí encuentren su más placentero y suave acomodo.

Saber y Ganar



http://www.rtve.es/television/saber-y-ganar/

Dentro de nada 15 años en antena :)
Casi toda una vida..

viernes, 27 de enero de 2012

Todo acaba

Cada palabra dicha o callada es una losa en mi espalda
¡Aguanta mujer! Que todo acaba

jueves, 26 de enero de 2012

Extraordinaria

http://www.youtube.com/watch?v=nC7KdxAYdU4

Haced que vuestra vida sea extraordinaria, porque acabareis criando malvas.

Despierta mujer

Despierta mujer, que tus intentos no fructíferan ,que tus lagrimas solo despiertan ira, que tus favores no valen nada más que cuatro palabras de consolación al año. No temas, tienes retales en una bolsa y gemas de colores esperando a ser puestas en tu diadema. No sueñes con viajes imposibles. Solo anda lo suficiente como para salir de este agujero. Y que sepas que estas sola en esto.

Una carta de odio

Empece a escribir una carta de odio, llegara a su destinatario muy pronto. Y cada mes recibirá una nueva, siempre y cuando haya dado motivos para que le odie.

Fragmento de un cuento corto que estoy escribiendo.

miércoles, 25 de enero de 2012

Lewis Carroll

Uno de los secretos de la vida es que lo que realmente vale la pena es lo que hacemos por lo demás.


Puedes llegar a cualquier parte, siempre que andes lo suficiente.
          Sin embargo, pronto comprendió que estaba en el charco de lágrimas que había derramado cuando medía casi tres metros de estatura. ¡Ojalá no hubiera llorado tanto! -dijo Alicia, mientras nadaba a su alrededor, intentando encontrar la salida-. ¡Supongo que ahora recibiré el castigo y moriré ahogada en mis propias lágrimas!




       A veces he creído hasta en seis cosas imposibles antes del desayuno.
Lewis Carroll

Asesina y Escritora






Asesina en compañía, escritora detectivesca
Juliet Hulme , Anne Perry

martes, 24 de enero de 2012

Rozando estrechas simas




 Quien fuera explorador del ártico para escapar de una muerte vulgar,como es morir degradado por la enfermedad o los años. Cuan odioso es el tedio de las soleadas y frías tardes en la terraza, leyendo sus historias, sin ver oportunidad alguna de ser como ellos.












lunes, 23 de enero de 2012

Lámina del mapa del mundo

Libros recomendados:


    Francis Bacon y William Burruoghs en Londres 1989.

    • En mares salvajes.
    • Yonqui (de W. Burruoghs)
    • Memorias de una Geisha.
    • Balada del pacifico sur.
    • Por favor , mátame.
    • Un porco de pé.
    • Trilogía materia oscura (de 12 a 16 años.)
    • As rulas de bakunin.
    • Trilogía elenium.

    • Cualquier libro de Tolkien, en especial la trilogía del señor de los anillos y las baladas de Beleriand.
    • El terror de Dann Simons.

domingo, 22 de enero de 2012

Antitedax


No mires para atrás. 
Déjalo ya, ¿a quién buscas?. 
Estoy aquí contigo. 
Podemos hacerlo juntxs.    


Brueghel el viejo







“El triunfo sobre la muerte.” Pieter Brueghel el Viejo, 1562 
Brueghel era un humanista flamenco. En su obra se puede palpar la influencia que en le tuvo El Bosco, aunque su obra sea muchos menos compleja y tienda a plasmar aspectos de la vida del campo de su época. 
En este cuadro se pueden ver varios temas como el de la destrucción, representado en el fondo del oleo por ciudades arrasadas por el fuego y el mar repleto de naves naufragadas. La visión de la muerte en el es mucho más tétrica que en el Bosco, ya que Brueghel no utiliza el cielo y el infierno cristianos, acerca la idea de la muerte al mundo real. Además representaba los pecados capitales en forma casi cómica, de humor negro. Por poner un ejemplo, los dos enamorados representan la lujuria o los jugadores de cartas de su lado representan la pereza. Un barril lleno de oro junto a un emperador representa la Avaricia. La Muerte galopa sobre un caballo famélico y lanza sus tropas de no muertos para llevarse a los pecadores al infierno. La idea de la muerte en la Edad Media era algo tan habitual como la vida. En diversos tratados, se explica como una danza, donde todas las clases sociales bailan por igual con la Muerte. Aquí representa eso, ni los reyes, ni los monjes, ni los valientes soldados van a ser salvados. Por último decir que hay muchas teorías acerca de su simbología general, aunque la más aplaudida es aquella que dice que representa la peste negra del siglo XIV.

Mística femenina


INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA MEDIEVAL.

Producción filosófica de las culturas cristiana, islámica y hebrea desde la caída del Imperio Romano (S.V) hasta el Renacimiento.

La periodización vuelve a ser, en este caso, caballo de batalla de los estudiosos de la historia de la filosofía: algunos prefieren iniciar este período con las obras de San Agustín (S.III-IV), mientras que otros ubican al santo de Hipona en la patrística (la primera filosofía cristiana, desarrollada durante el imperio romano).

Por otro lado, tampoco es correcta la identificación exclusiva de la filosofía medieval con escolástica cristiana, debido a la importancia que en este período adquirieron los pensadores musulmanes y judíos (del mismo modo, algunas doctrinas de la filosofía cristiana medieval no pueden incluirse en la escolástica; como por ejemplo las corrientes místicas).

Una división cronológica de la filosofía medieval no puede pasar por alto los siguientes cuatro grandes períodos:

1)           Período de transición (S.V-IX), que se caracterizó por la conservación de la tradición clásica recibida, muy deteriorada en Occidente pese a las figuras de Manlio Boecio, San Isidoro de Sevilla y Beda el Venerable; pero bastante más completa en Oriente Imperio Bizantino, donde destacaron Eneas de Gaza o Marciano Capella, entre otros ; y en el ámbito árabe con Avicena.

2)           Del siglo IX al XI, etapa que se inició con el Renacimiento Carolingio, asistió al florecimiento de las escuelas palatinas dominadas por el platonismo y fue el momento del apogeo de las filosofías árabe y hebrea (los pensadores importantes de la época fueron Escoto Erígena, San Anselmo de Canterbury, Averroes y Maimónides).
3)           Siglo XIII con el apogeo de la escolástica de influencia aristotélica y la aparición de los grandes sistemas de San Buenaventura o Santo Tomás de Aquino, entre otros.
4)           Siglo XIV considerado como el período de decadencia, en el que destacó la crítica a los sistemas anteriores realizada por Ockham (en este siglo se pusieron los cimientos de la renovación intelectual experimentada a partir del Renacimiento).


 Así pues, la filosofía medieval debe considerarse como continuación de la tradición recibida de la antigüedad (sobre todo de Grecia), pero su principal rasgo definitorio estriba en que el qué hacer filosófico se puso al servicio de la teología, circunstancia que sesgó todos sus planteamientos. La relación entre la fe y la razón fue la cuestión básica de este período de la historia de la filosofía.

Otro rasgo importante consistió en el método de filosofar, basado en los textos de las autoridades, que fueron reinterpretados en función de las necesidades y aspiraciones de la época.
En general, la filosofía medieval fue realista y se ocupó más de los problemas ontológicos que de la propia naturaleza del conocimiento (que más tarde fue cuestión capital para la filosofía de la modernidad).

La Escolástica dominó en las escuelas catedralicias y en los estudios generales que dieron lugar a las Universidades Medievales Europeas, en especial entre mediados del S.XI y mediados del XV.
Su formación fue, sin embargo, heterogénea, ya que acogió en su seno corrientes filosóficas no sólo grecolatinas, sino también árabes y judaicas. Esto causó en este movimiento una fundamental preocupación por consolidar y crear grandes sistemas sin contradicción interna que asimilasen toda la tradición filosófica antigua.
Por otra parte, se ha señalado en la escolástica una excesiva dependencia del argumento de autoridad y el abandono de las ciencias y el empirismo, pero dicha filosofía  también es un método de trabajo intelectual: todo pensamiento debía someterse al principio de autoridad, y la enseñanza se podía limitar en principio a la repetición de los textos antiguos, y sobre todo de la Biblia, la principal fuente de conocimiento, pues representa la Revelación divina; a pesar de todo ello, incentivó la especulación y el razonamiento, pues suponía someterse a un rígido armazón lógico y una estructura esquemática del discurso que debía exponerse a refutaciones y preparar defensas.






CONCEPTUALIZACIÓN DE LA PALABRA MÍSTICA

La mística (del verbo griego myein, "encerrar", de donde mystikós, "cerrado, arcano o misterioso") designaría un tipo de experiencia muy difícil de alcanzar en que se llega al grado máximo de unión del alma humana a lo Sagrado durante la existencia terrenal. Se da en las religiones monoteístas (cristianismo, islamismo, judaísmo), así como en algunas politeístas (hinduismo); algo parecido también se muestra en religiones que más bien son filosofías, como el budismo, donde se identifica con un grado máximo de perfección y conocimiento.
Según la teología, la mística se diferencia de la ascética en que esta ejercita el espíritu humano para la perfección, a manera de una propedéutica para la mística, mediante dos vías o métodos, la purgativa y la iluminativa, mientras que la mística, a la cual sólo pueden acceder unos pocos, añade a un alma perfeccionada por la gracia o por el ejercicio ascético la experiencia de la unión directa y momentánea con Dios, que sólo se consigue por la vía unitiva, mediante un tipo de experiencias denominadas visiones o éxtasis místicos, de los que son propios una plenitud y conocimiento tales que son repetidamente caracterizados como inefables por quienes acceden a ellos.
El misticismo está generalmente relacionado con la santidad, y en el caso del Cristianismo puede ir acompañado de manifestaciones físicas sobrenaturales denominadas milagros, como por ejemplo los estigmas y los discutidos fenómenos parapsicológicos de bilocación y percepción extrasensorial, entre otros. Por extensión, mística designa además el conjunto de las obras literarias escritas sobre este tipo de experiencias espirituales, en cualquiera de las religiones que poseen escritura.
El misticismo, común a las tres grandes religiones monoteístas, pero no restringido a ellas (hubo también una mística pagana, por ejemplo), pretende salvar ese abismo que separa al hombre de la divinidad para reunificarlos y acabar con la alienación que produce una realidad considerada injusta, para traer en términos cristianos el Reino de los Cielos a la Tierra. Los mecanismos son variados: bien mediante una lucha meditativa y activa contra el Ego (Budismo) o nafs como en el caso del sufismo musulmán, bien mediante la oración y el ascetismo en el caso cristiano, o bien a través del uso de la Cábala en las corrientes más extendidas del judaísmo.








LA MÍSTICA FEMENINA

Nuestras místicas son mujeres. Mujeres, en un mundo en el que el poder y el saber eran masculinos. Dios era masculino y los intérpretes oficiales de su Palabra también eran hombres. Pero es que además, la escolástica desarrollará para el saber religioso una noción de autoría que reafirmará aún más este reconocimiento de la autoridad masculina en el campo de lo religioso. Solo en los autores antiguos (los Padres) residía la autoridad. Los/las productores de textos contemporáneos eran meros comentadores que avanzaban el conocimiento en diálogo con los antiguos autores. Es decir, se utiliza la autoridad de los antiguos autores (masculinos) para dotar a los textos nuevos de autoridad. Se avanza en el conocimiento, pero siempre dentro de ese marco referencial en el que la autoridad está en el antiguo autor. Esto supone que para las mujeres se refuerza la tutela masculina: la de los obispos, la de los abades, la de los directores, la de los confesores. Tiene prohibido ahora acceder a traducir y a comentar la Escritura porque no entra en el cuadro del conocimiento referencial (son “iletradas”). Y si no puede entrar en el marco referencial del saber, ¿restará también en el dominio religioso siendo una criatura de Dios de segunda categoría?

 Sin embargo, nuestras místicas son conscientes de estar en el origen de una experiencia de relación personal que se les impone, de tener algo que decir, de ser “autoras”. Y es precisamente desde esta originalidad (de saberse en el origen) de la experiencia que se les impone, no pueden dejar de dar testimonio con el que avalar la veracidad de sus afirmaciones estáticas sobre Dios. Sus escritos o los relatos biográficos se fundamentan en el recurso a su propia experiencia como sujetos individuales para justificar sus afirmaciones. En sus senderos místicos ser y decirse se retro-envuelven. Consecuentemente, en su experiencia personal no solo reside su autoría, sino que también su autoridad. Por eso, aún siendo lectoras asiduas de la Biblia y conociendo, en muchos casos, los escritos de los espirituales antiguos y contemporáneos raras vez los citan en sus escritos. Sus escritos no se afirman en los antiguos autores, sino en su propia experiencia. Incluso en sus afirmaciones más atrevidas sobre los grados de unión con la divinidad que habrían alcanzado en esta vida. Son recorridos introspectivos e íntimos que deshacen tópicos, abren nuevos horizontes y conducen a nuevas tomas de conciencia.

La experiencia, y el lenguaje que la apodera, es percibida como envolvente trama con el Absoluto, como único espacio capaz de consignar los fragmentos luminosos de lo Indecible. Sorprendidas por la irrupción del Absoluto que siempre tiene la iniciativa, las místicas toman conciencia de ser “una subjetividad habitada” (según el modelo neoplatónico), de “padecer” a un Dios que se aplica a la larga paciencia de una relación. Es como si vivieran su experiencia en primera persona; pero comprendiendo que procede de Otro que se brinda a la relación y que apremia a la espera de “algo” que se presenta a la conciencia de otro modo.
 Es necesario que me anuncie, si verdaderamente quiero mostrar la bondad de Dios”.
La experiencia mística se convierte así en la experiencia de la realidad del amor como acto de entrega; como un acto de conocimiento en la que el alma se conoce porque es conocida, ama porque es amada, y obligada, por la entrega de Dios. Retornando al origen de su donación para situarse dinámicamente dentro del flujo vital del amor que fluye entre las personas de la Trinidad.

Y sin embargo, lo que más impresiona en el caso de la experiencia mística femenina, es que la acción divina no se desdeña en manifestarse a través del lenguaje humilde del cuerpo sexuado de la mujer. ¡Al contrario! Lo considera trámite adecuado de sentido de finitud, marginalidad, humildad, pobreza creatural y, paradójicamente y por lo mismo, como premisa para ir al encuentro de su plenitud, de una búsqueda de totalidad, de apertura potencial al Absoluto. El cuerpo femenino se hace carne de lo invisible y templo del Espíritu. Un cuerpo unido indisolublemente al espíritu por el que Dios se revela en el lenguaje misterioso de la iluminación y del éxtasis y que abre a la mente horizontes impensables de conocimiento de la verdad:
“… no sé nada ni puedo escribir: sino solamente lo que he contemplado con los ojos del entendimiento, ha resonado en los oídos de mi corazón y he sentido por todos los miembros de mi cuerpo la fuerza del Espíritu Santo”.

Se dice que la vía mística comienza propiamente con el despertar del Yo a la conciencia de la Realidad Divina. Experiencia habitualmente abrupta y bien señalada que va acompañada de intensos sentimientos de alegría y exaltación. Es como si el sujeto emergiese de una existencia limitada y aparencial a un mundo superior, el mundo del ser, el mundo de lo real. Como si descubriesen que su existencia reposara en un  sentido fundamenta que le hace posible y real.

El cristianismo ha llamado a esta experiencia “conversión”; que en caso de la conversión mística es un acontecimiento de particular de iluminación nítidamente distinto de los anteriores y que, no es ni preparado ni propiciado por ellos. Suele llevar implícita una súbita y aguda percepción de una realidad luminosa y seductora jamás antes percibida así. La conciencia cambia de súbito su percepción de lo ocurrente y un nuevo aspecto de lo real se precipita en ella. Es un acontecimiento de “ruptura de plano”, por el que Dios toca lo más nuclear del místico absorbiendo con su amor su corazón. Se produce un registro inmediato y directo, por contacto amoroso, con la realidad de Dios, que se hace sello cordial y claridad de conciencia que visibiliza de novedad todo lo vivido y conocido. Que estaba ahí y que ahora es conocido sin mediaciones en su misteriosa totalidad e unidad. Dios fundamentando totalmente la realidad en amor y gracia.

En el caso de las místicas medievales este acontecimiento está nítidamente consignado en la narración de sus itinerarios. En casi todas encontramos enfatizado su momento cronológico: En el año del Señor mil doscientos ochenta y seis, un domingo en la septuagésima, yo Perla, sierva de Cristo, estaba en la Iglesia, en misa…(Margarita de Oignt); Cuando tenía solo 12 años fui saludada tan copiosamente por los dulces labios del Espíritu Santo…(Matilde de Magdeburgo); Y cuando tenía treinta años y medio de edad, Dios me envió una enfermedad… y en esto de repente, vi correr bajo la corona la sangre roja… y comprendí que era él Dios y hombre, quien sufría por mí, que era él quien me lo mostraba sin intermediarios…(Juliana de Norwich).

Pero una vez constatado este acontecimiento, no es de menos señalar la reacción que en todas ellas propicia. En efecto, tal acontecimiento no se queda en el arrobamiento metafísico o en la delectación de lo sublime; sino que materializa en respuesta amorosa a la Realidad percibida. Es el comienzo de una relación perentoria, personal y holista entre el sujeto y la Vida Absoluta, porque para ellas la percepción íntima de lo divino hace referencia al Amor. Las místicas no despiertan a un Dios trascendente, sino inmanente. Despiertan a la realidad de un Dios que quiere estar en intima relación de amor con la criatura. Porque donde quiera que ellas miren, más que percibir una insuperable belleza cósmica, lo que perciben es la herida del Amor de Dios dentro de ellas. Entre las místicas y el Dios percibido como real e interno se establece una toma y daca de amor personal que ya no tendrá desenlace. Un punzante arrobamiento que nunca quisieran que se acabase y que transforma tanto su enunciación teologal como su existencia vital.

Reconocido y narrado el acontecimiento de la conversión como implantación en la realidad divina, nuestras místicas saben, sin embargo, que ninguna decisión tomada en un instante dado puede estar a la altura del apremio de Dios. Que no se puede pretender haber respondido a su revelación de una manera exhaustiva y definitiva. Al contrario, la manifestación divina es inauguración de una historia dinámica marcada por los avances mensurables de una relación personal. Es la marca de la historicidad inscrita en las temporalidades propias de la existencia humana. En este sentido, la mística es un ad-venir, un devenir, una aventura constantemente propuesta por la relación con la Alteridad; de un Absoluto que sorprende ofreciéndose en la densidad de una relación.

Este devenir místico, esta “vía mística”, adopta, en el caso de las místicas medievales, dos tipos de expresiones literarias: los relatos (autobiográficos o escritos por los confesores, las “Vitae”) y la sistematización literaria de pasos o grados de identificación/unión con Dios. Los relatos autobiográficos son las fuentes directas para conocer el itinerario vital particularizado de cada mística. Ya el mero hecho de narrarse en proceso presupone, para la escritora mística, reconocerse en camino, viatora hacia el encuentro de una plenitud ansiada y nunca agotada. Plenitud que solo será alcanzada si la mística consigue hacer de sí un éxtasis completo en la identificación amorosa con lo divino. La historia existencial de cada mística es pues, el itinerario somático-espiritual-relacional recorrido hasta la perfecta consumación en el Amor de Dios.

La nomenclatura utilizada para describir este recorrido depende de las influencias culturales y espirituales del círculo de cada mística antes apuntadas: se puede utilizar el lenguaje erótico del Cantar o el lenguaje del amor cortés trovadoresco o el lenguaje visionario; pero todos quieren expresar el mismo proceso continuo que supone la perfecta consumación del Amor de Dios en una persona, en su cuerpo, en su identidad y singularidad irrepetible. Las escritoras místicas no nos muestran a Dios en espíritu, sino en su cuerpo, con su lenguaje, en su historia. Porque el Dios de las místicas es el Dios cristiano, el Dios “corporalizado”, el Verbo encarnado, con el que se relacionan, al que se unen y el que las salva.

En el caso de la sistematización literaria del itinerario (los tratados místicos propiamente dichos) hay que decir que las místicas han sabido reflexionarlo, conceptuarlo y argumentarlo (y en muchos casos narrarlo magistralmente) desde su propio proceso personal.

Comenzado el itinerario por Dios hacia Dios ¿qué es lo que lo mueve? El deseo: instinto ardiente de amor para alcanzar la unión con el Amado. El deseo de amor y el deseo de conocimiento del Amado experimentados de forma apasionada.

En las místicas todo empieza con el deseo. Apasionadas amantes del Amor, utilizan lenguaje de enamoradas. Suspiran, penan por el Amado, se sienten atraídas por su belleza, abandonadas, o desconsoladas cuando se ausenta. Y esto de forma eminente porque su amor es más ardiente, porque su Amado es mucho más real. Le vi y le busqué; le tuve y le deseé (Juliana de Norwich). Y es que, para las místicas, no es posible un perfeccionamiento de la relación de amor sino es objeto de deseo. Este solo puede ser suscitado si es descubierto como una especie de desgracia, como un don cuya fuente se desconoce, pero que nos “sobreviene” y nos introduce en un estado de admiración y asombro. Desean, porque se han abierto a la sorpresa de un amor de Dios del que ahora son conscientes; que estaba ahí pero que ahora se ha manifestado. El deseo es, pues, la respuesta personal a la certeza maravillada de saberse amadas; el impulso de su búsqueda y el receptáculo colmado de la unión.

Pero el deseo es también, en palabras de Hadewijch, “la virtud que nos hace libres”; es decir, el quid fundamental de resistencia por el que las místicas acceden intrépidas a espacios de búsqueda, libertad y conocimiento en Dios aún fuera de los cauces religiosos al uso. Este anhelo ardiente de amor en femenino (carnal e inmediato, sin escisión entre lo físico y espiritual) encendido por Dios mismo y que solo Dios puede colmar, nadie lo puede contener.

Lo decíamos antes, Dios no es para nuestras místicas ninguna sublimidad metafísica, ninguna especulación teológica. Dios es Cristo, el Dios humanado al que experimentan y reconocen con todo su cuerpo. Frente a la abstracción teológica, las místicas contrapusieron la concreción de la humanidad de Jesucristo en la historia del mundo. Colocaron en el centro de su adoración todo lo tocante al cuerpo adorado de Cristo.
Cristo es para ellas, el Mediador entre Dios y los hombres, (Ego sum via). En cuanto Dios es el Verbo eterno, Mediador de la creación y semejanza de las criaturas con Dios. En cuanto hombre, es el Verbo encarnado, mediador de la redención y de la vida espiritual que diviniza al hombre. Por eso, el camino místico consiste en la progresiva semejanza con Jesucristo, y su final es participar en esa unión de la naturaleza humana con la divina que en él se realizó paradigmáticamente. Asemejarse a Cristo en su divinidad representa experimentar la unión y su gozo. Pero asemejarse a Cristo en su humanidad reclama la imitatio Christi, es decir, seguir su voluntad y seguir su camino de entrega, sufrimiento y muerte.

Otra consecuencia de la centralidad de la humanidad de Cristo es la devoción eucarística por la que nuestras místicas en sentido literal, no metafórico, se nutrían del cuerpo y la sangre de Cristo. En la hostia, en el momento de la elevación, se ven los ojos hermosos e intensos de Jesús. En fin, comer el Cuerpo de Cristo es la manera más ajustada de responder a la exigencia de adecuación entre el plano real y simbólico de la unión de lo divino con lo humano y permite a la mujer mística dar rienda suelta a una afectividad en la que el cuerpo está absolutamente implicado.

Casi todas las místicas medievales han tenido experiencia visionaria. Evelyn Underhill cataloga las visiones en tres tipos según el grado de externalización, por parte del sujeto, de las intuiciones percibidas en el interior de la conciencia: visiones intelectuales (las más espirituales, íntimas e inefables, recibidas por el entendimiento sin base física, ni discurso oral), imaginarias (las más simbólicas, son iluminaciones recibidas por el entendimiento) o corporales(percibidas por el ojo humano, descritas como reales, pero introducidas por un “como si” que nos revela su inconsistencia material).

La visión es una locución, una pretensión de decir lo Inefable. Un esfuerzo de la mente humana profunda para mostrar la verdad a la inteligencia superficial. Tiene, pues, una función mediadora: explicar la experiencia acontecida como revelación. Las visiones son como un velo que separa y une la palabra y lo inefable. Sirven para transmitir lo que acontece en ese mundo imaginario, en esa “tierra de las visiones” (Henry Corbin) que no pertenece ni al cielo ni a la tierra; sino que está situado en el corazón del orden simbólico, lugar de la mediación, y al que las místicas acceden mediante su mirada interior, “el ojo del entendimiento” que contempla y ve.

El objetivo final de las visiones no es la observación y narración gregaria de los acontecimientos visionados, sino declarar la revelación mediante la que la mística cobra conciencia de lo Absoluto y mostrar, además, el proceso de perfeccionamiento, que iniciado y conducido por Dios mismo, lleva a identificar esencialmente en amor a Dios y a la visionaria. La visión obliga, pues, una transmutación interior por elevación de todo el yo a la condición en que tiene lugar la unión consciente y permanente con el Absoluto. Y es que las visiones no son verdaderamente místicas sino acaban en la más noble de las pasiones, la pasión de la perfección por el amor; sino empujan a un impulso hacia la perfección moral. Quien ha entrevisto lo Perfecto, se siente incitado a ser perfecto.

La mística no es jamás la arrogante persecución de goces sobrenaturales, de iluminaciones sublimes o inefables deleites; ni tan siquiera la búsqueda del éxtasis de la unión con el Absoluto. La mística es el despertar a la conciencia de una Realidad que trasciende el mundo normal de lo aparente. Es ojo para ver la Creación en dolores de parto de esa Vida trascendente, real y eterna aquí solo intuida e iniciada. Y ser místicas es en consecuencia, ser parteras, tomar parte en los gozosos dolores de la creación hasta su alumbramiento en Dios porque que el amor impele su afirmación exterior y, por tanto, la atención al mundo y la mirada misericordiosa sobre el ser humano. Y esto en dos senderos. En el antropológico, las místicas son modelo de la conciencia espiritual humana que ha alcanzado la transfiguración hasta su condición filial. En el histórico, buscando influir a la construcción de lo secular a la luz de los vislumbres de la verdad de Dios. Las místicas nos devuelven a la vida cotidiana para transfigurarla en su realidad, para que sea ya aquí y ahora lo que ya sabe que será. El componente profético es, pues, inherente, a la vía mística.

En el periodo medieval aunque a las mujeres no se les reconociera ningún derecho en la jurisdicción eclesiástica, sin embargo a la mística femenina si se le reconoció un componente profético. Santo Tomás de Aquino consideraba que las mujeres eran incapaces de recibir órdenes sagradas pero capaces de recibir el don más valioso de la profecía.

Nuestras místicas son escritoras, sujetos de enunciación muy conscientes de su capacidad y derecho de escribir. Sus escritos bastarían por si solos para ocupar un lugar en la literatura (muy a menudo, son los primeros escritos en su lengua vernácula) y reivindicar una palabra original que decir.
Pero siendo muy conscientes de esto, estas mujeres escritoras son aún más conscientes de su propia aventura espiritual, de que son visitadas por la gracia y que se les “impele” a objetivar mediante la producción de un texto lo recibido; que no pueden dejar de difundir la verdad de Dios que así se les ha manifestado. Su escritura es presión arrolladora, es acertar a dejar aflorar las audacias del Espíritu Santo en el ser humano. En efecto, nuestras místicas reciben del Espíritu la función de escribir y, viceversa, escribir es para nuestras místicas, no tanto ejercer de autoras (que sí) como obedecer al Espíritu Santo. Escritoras, por tanto, a las que Dios quiere hacer escribir. Autoras que apelan directamente a la divinidad reconocida en sí mismas como pauta y medida para decir su experiencia y crear así un espacio de libertad para ser y decirse.

Pero además las místicas no escriben para ellas solas, preocupadas por las que las rodean se embarcan en una relación pedagógica y en una transmisión activa: escriben para enseñar desde la propia experiencia. Sus obras son tratados mistagógicos, didácticos, que pretenden comunicar y enseñar; conducir las almas por el laberinto espiritual del ascenso/descenso hacia Dios, a estimular a una vida de amor. Se presiente con claridad la eficacia del texto, de la letra, de la palabra. Y se dirigen, paradójicamente, a un espectro social que los textos denominan illiterati (no versados en la escritura, simples), fundamentalmente mujeres y hombres laicos, pero también a los religiosos, activos y contemplativos. Es decir, a todos los que puedan entender los textos desde su experiencia.

Por otra parte, los escritos de las místicas pretenden decir lo inefable de Dios. Nacen de una interiorización, de una búsqueda de identidad, de un ensayo de ser ellas mismas en sus textos un espejo de lo divino, un canal. Paradójica única vía posible para decir lo indecible y alcanzar libertad. Por eso tienen que inventar el lenguaje que de antemano saben que se les queda corto. Y es que el amor desborda los límites del lenguaje; las palabras parecen mentira y blasfemia porque Dios-Amando no puede ser explicado. “Es como poner precio a cosas que no se podían hacer, pensar y decir, como haría aquel que quisiera encerrar el mar en su ojo, llevar el mundo sobre la punta de un junco, o iluminar el sol con un farol…” (Margarita Porete).

Al escribir encuentran en la palabra, en la interpretación y en el punto de partida para entenderse a sí mismas; la forma de apropiarse de la experiencia que hace ascender el camino hacia Dios.

Implantadas en la Realidad descubierta como ofrecimiento gratuito de unión con el Dios Absoluto, Amor y Amante, la consecuencia directa es la libertad. Las místicas son desde la verdad de Dios, sobrecogedora y amada, mujeres libres.

            Libres y desafiantes en la conciencia de sí mismas, como se aprecia en el epistolario de Hildegarda, que inspirada por aquella Luz Viviente amonesta las corrupciones de reyes y Papas. Y libres también para resistir el poder arbitrario de la jerarquía de la Iglesia.
Pero nuestras místicas son libres, sobre todo, para concebir y expresar la espiritualidad de un Dios distinto (afectivo, personal, interior e inmediato). Libres para hablar de sus experiencias espirituales. Libres para enunciar una teología en lengua materna desde una concepción diversa del poder de la razón. Teología que parte desde una aproximación diferente al texto sagrado y desde la utilización de una palabra primaria que utiliza lo más espontáneo e inmediato del lenguaje, y que ya no pasa por el instrumento convencional del intelecto. Porque, en efecto, mientras la razón masculina eclesiástica se acerca a la Escritura mediante la exégesis colocando el texto sagrado bajo el régimen de la razón y de la mediación (masculina) de la autoridad referida; las místicas colocan su experiencia (femenina), es decir, el saber práctico y experimental, al costado de la Escritura.

Su experiencia personal es para ellas escritura corporal del Espíritu Santo y, por lo tanto, está a la altura de la misma Escritura. La experiencia es prueba de la fuerza operativa del Espíritu Santo en la historia humana, de que la realidad histórica está abierta a la trascendencia pero desde su propio interior. ¿Qué consecuencias tiene esta postura ante la autoridad del texto Sagrado? Una ganancia de libertad, un reconocimiento de que el Espíritu no está fijado (actúa cuando quiere), un situarse “por encima, no contra de la ley” y no intentar que el texto responda a nuestras precomprensiones racionales. Todo ello minaba desde dentro el régimen de la mediación eclesiástica fundamentada en el régimen lingüístico de la lengua escrita/ lengua hablada, y en una tradición de cultura docta exclusivamente masculina. Por eso, sin caer en el riesgo de la heterodoxia, el surgir de la experiencia carismática femenina representaba también un cambio en la autoridad y del sentido de la ortodoxia. Un sentido más confiado, más ligero, de la verdad dogmática, hasta hacer de esta (por ejemplo en el tema de infierno y del pecado) un elemento de concentración entre la mística y Dios. Su saber de Dios no es pues, reflexión sistemática y académica. Tiene impronta de itinerario, de camino, incluso fragmentario, argumentativo y narrativo. Porque no parte de conceptos abstractos, sino de vivencias.

Conscientes de su fragilidad, las místicas no pusieron en discusión la visión antropológica medieval de que la mujer o lo femenino son el símbolo de la parte física, concupiscente y material de la naturaleza humana, en contraposición al hombre, símbolo de lo espiritual y racional. Cuya consecuencia era destacar la debilidad estructural de la mujer y, por lo mismo, la necesidad de sumisión y su exclusión social.

Pero desde el vigor asombroso de una conciencia muy fuerte de un Yo que se sabe elegido para una misión, las místicas se sirvieron de esta dicotomía para demostrar que Dios había elegido en Cristo revelarse, precisamente, a las mujeres. Porque Cristo, Dios humanado y sufriente, asumió y amó la debilidad y el dolor; la inferioridad y la vulnerabilidad como lugar teológico de la revelación. Si la Encarnación había comenzado bajo el signo de la necesidad, de la pobreza, de la deficiencia, ¿quién mejor que el cuerpo de la mujer podía ser símbolo mismo de la humanidad redimida?
Porque muchas veces Dios omnipotente-señala el hermano Enrique a propósito de Matilde de Magdeburgo-escogió lo débil del mundo para confundir a los más fuertes. Por tanto, que nadie se sorprenda ni pierda la fe si Dios en el tiempo de la gracia renueva los prodigios revelando sus misterios al sexo débil.

Las mujeres místicas, pues, contra el topos cultural, reivindicaron su cuerpo inventando un cuerpo místico, diferente; un cuerpo que participaba por entero del acontecimiento espiritual, que apela ampliamente a los sentidos y a una dinámica vehemente de la vida sensorial. Lo visual, lo auditivo, todos los sentidos corporales, son convertidos en sentidos espirituales que intentan transparentar el exceso delicioso de la experiencia del anonadamiento de sí, el fervor del deseo, el desfallecimiento y el delirio. Cuerpo-receptáculo dócil, propicio para el amor; terreno elegido y particular para “hablar de Cristo”, para manifestar su amor.

Esta predilección de lo femenino como velo transparente de revelación humanada de Cristo, como lugar dentro del cual mora Dios, lleva a las místicas al empleo de expresiones atrevidas que intentan explicar el traspaso total de una existencia centrada en el yo, a la entrega y abandono en brazos del Dios hombre, a la asunción de la pobreza radical de aceptar la lógica desposesiva del amor. Cada mística visiona, experimenta y padece una vinculación de su ser creatural con Cristo que no puede dejar de anunciar como sustancial a todo hombre y a la creación. Cada una pone su acento y su expresión. Cada una es una traza de Cristo reflejada en un alma particular y original. Espejo nítido en el que Dios se refleja, ciudad gloriosa en la que habita Dios.







LAS BEGUINAS

            Las beguinas eran una asociación de mujeres cristianas, contemplativas y activas, que dedicaron su vida, tanto a la defensa de los desamparados, enfermos, mujeres, niños y ancianos, como a una brillante labor intelectual. Organizaban la ayuda a los pobres y a los enfermos en los hospitales, o a los leprosos. Trabajaban para mantenerse y eran libres de dejar la asociación en cualquier momento para casarse.

            Este movimiento nace a finales del siglo XII en un ámbito geográfico concreto, que se extiende con rapidez hacia el norte y el sur de Europa, y en cuyo seno encontramos mujeres de todo el espectro social cuyo deseo es el de llevar una vida de espiritualidad intensa, pero no de forma claustral, como estaba sancionado socialmente, sino plenamente incardinadas en las ciudades entonces emergentes. 
La necesidad de un espacio específicamente femenino, creado y definido por las mismas mujeres, fue sentida y expresada literariamente por Cristina de Pizan a principios del siglo XV en “El libro de la Ciudad Damas”, en el cual ella imagina la construcción de una ciudad, sólida e inexpugnable, habitada sólo por mujeres. Pero pocos siglos antes las mujeres llamadas beguinas habían materializado ya la existencia de un espacio similar al imaginado por Cristina.
Reclusión, beguinato o beaterio son algunos de los nombres que designan este espacio material en el que habitan las beguinas o reclusas y que puede adoptar formas y
Dimensiones diversas, ya que puede tratarse de una celda, una casa, un conjunto de casas o una auténtica ciudad dentro de la ciudad, como los grandes beguinatos flamencos, declarados Patrimonio de la Humanidad el año 1998. 
Todos ellos, sin embargo, representan una misma realidad: un espacio que no es doméstico, ni claustral, ni heterosexual. Es una espacio que las mujeres comparten al margen del sistema de parentesco patriarcal, en el que se ha superado la fragmentación espacial y comunicativa y que se mantiene abierto a la realidad social que las rodea, en
la cual y sobre la cual actúan, diluyendo la división secular y jerarquizada entre público y privado y que, por tanto, se convierte en abierto y cerrado a la vez. Un espacio de transgresión a los límites, tácitos o escritos, impuestos a las mujeres, no mediatizado por ningún tipo de dependencia ni subordinación, en el que actúan como agentes generadores de unas formas nuevas y propias de relación y de una autoridad femenina. Un espacio que deviene  simbólico al erigirse como punto de referencia, como modelo, en definitiva, para otras mujeres.

HILDEGARDA DE BINGEN

Hildegarda nació en el año 1908 aproximadamente, en Bemersheim (Alemania).

Ingresó en el Monasterio Benedictino de Disibodenberg cuando tenía 8 años. Esto tiene lugar porque sufría visiones desde muy pequeña, por lo que los padres, asustados, decidieron entregarla al Monasterio. Aquí comienza su educación de la mano de Jutta de Spanheim.

Era una niña inteligente y allí adquirió cultura religiosa y humanística como oblata benedictina. Más tarde profesó como monja en este lugar. Cuando murió Jutta, Hildegarda fue elegida abadesa.
Se esmeró en mantener y defender siempre la independencia de su monasterio frente a los intereses económicos de los monjes vecinos de Disibodenberg. Más tarde, trasladó la comunidad de monjas a Bingen, para así tener más autonomía. Las relaciones con los monjes de Disibodenberg fueron cordiales pero no exentas de fricciones, ya que Hildegarda no se dejó someter nunca. Era muy celosa de la independencia de la comunidad entre cualquier poder civil o eclesiástico. Este es un rasgo característico de su personalidad. Tiene un fino sentido de la justicia y de la libertad y si alguien pretende desviarla de este recto camino se tiene que enfrentar forzosamente a ella.
Hildegarda está segura de que su misión viene de Dios, estaba convencida de que hace aquello que Dios quiere y está movida por su Espíritu. Es capaz de llevar hasta el final una acción que cree justa, sea en defensa propia o de su comunidad, o de alguien que ha sido tratado injustamente. Le interesa todo aquello que es de dios y todo aquello que es humano.
A la edad de 42 años, tuvo un episodio de visiones muy fuerte, durante el cual recibió la misión de predicar sus visiones y la comprensión religiosa que le había sido otorgada. En esta época era un hecho inusual que una monja saliese a predicar, ya que rompía los patrones vigentes. Aun así, ella estaba convencida de que había recibido un mensaje de parte de dios y que lo tenía que transmitir. Por ello, emprendió 4 viajes de predicación, entre sus temas están la reforma de la Iglesia y de la observación monástica.
Debido a esto, la gente la buscaba para escuchar sus palabras de sabiduría, para curarse o para que los guiara.
Los altos cargos eclesiásticos, así como emperadores, reyes o principies querían escucharla, pero ella en quién realmente estaba interesada era en los más desfavorecidos.
De hecho no tuvo una buena relación con la Iglesia, ya que en algunos momentos atacó fuertemente las costumbres de esta y la tachó de corrupta. Pasados los años, decidieron perdonarla y la llegaron a reconocer como una “mujer santa”, aunque hubo tentativas, nunca llegaron a canonizarla.
Profundizando más en sus visiones, estas pertenecen a una verdadera experiencia mística. Sin embargo, ella dice que las tiene en un estado de vigilia, es decir no son alucinaciones, son sueños. Se siente penetrada por Dios. Después trata de transmitir el mensaje con un lenguaje alegórico, en orden a la edificación de otros. Elabora la visión, la interpreta, la dicta y sus ayudantes la escriben.
Actualmente, nos encontramos con opiniones de todo tipo, bien autores que tachan sus vislumbraciones de productos de migrañas o alucinaciones provocadas por alguna enfermedad.
Para concluir, diremos que Hildegarda era lo que hoy llamaríamos una mujer polifacética; aparte de ser una mujer comprometida con la persona humana, con la causa de la justicia, con los más débiles también se dedicaba a la pintura, a la poesía y es de destacar su obsesión por la salud.




















MARGARITA PORETE

Margarita Porete nació alrededor de 1250 en la región de Henao, provincia del reino de Bélgica.
No se conocen datos biográficos, se sabe sí que era una religiosa muy sabia, que formó parte de las beguinas, una importante corriente piadosa. Estas mujeres vivían en celdas adosadas a monasterios y prestaban servicios en hospitales y leprosarios, dedicaban su vida a la defensa de los enfermos y desamparados. Eran muy piadosas y aunque no hacían votos solemnes, podían abandonar la asociación para casarse; no eran monjas, pero tampoco eran laicas comunes, su idea de religiosidad era más amplia que la de los conventos.

El movimiento de las beguinas se extendió por los Países Bajos durante los siglos XII y XIII y gran cantidad de mujeres se unieron: por propia voluntad preferían la devoción laica y permanecer solteras. Los conventos sólo aceptaban mujeres de clase alta, pero había muchas que no tenían bienes ni linaje y como beguinas accedían a buenos conocimientos. Se dedicaban a la confección de ropa para mantenerse y eran muy devotas: tenían un director espiritual, por lo general un benedicto.

Margarita Porete tenía una amplia formación religiosa y consagró su vida a Dios, a la vida contemplativa y espiritual, a hacer buenas obras, sin obedecer ninguna regla ni dogma. Enseñaba a los laicos su saber teológico, el latín clerical lo convertía en lengua vernácula. Tenía visiones místicas que plasmó en un libro "El espejo de las almas simples", donde expresaba que Dios estaba presente en la creación y en la humanidad, el Amor del Alma que se une a Dios y no tiene otra voluntad que la Suya. El lenguaje, que estaba escrito en francés antiguo y los diálogos entre el Amor, la Virtud y la Razón dan testimonio del alto nivel de educación de esta beguina.

Las copias del libro pasaban de mano en mano, de país a país, teniendo innumerables ediciones e influyó en importantes personajes de la mística a lo largo de los siglos. La traducción de las obras del místico alemán Johannes Eckhart y la divulgación de su propio libro, hicieron que la jerarquía eclesiástica lo considerara peligroso y herético y Margarita fue acusada de hereje, condenada por la Inquisición en 1310, y quemada en la hoguera, en París.
La obra de Margarita Porete sobrevivió, aunque fue publicada anónimamente desde su muerte, y traducida al latín, italiano, inglés y alemán.
CRISTINA DE PISAN

“Y si alguna mujer aprende tanto como para escribir sus pensamientos, que lo haga y que no desprecie el honor sino más bien que lo exhiba.”

Cristina de Pisan nació en Venecia. Hija de un médico y profesor de astrología y consejero de la República de Venecia, quien poco después de su nacimiento fue nombrado astrólogo, alquimista y médico del rey por la corte de Carlos V de Francia, de quien más tarde escribiría su biografía. Fue en el entorno del Louvre donde Cristina satisfizo sus intereses intelectuales. Aprendió varios idiomas, leyó a los clásicos y estudió a los humanistas de comienzos del Renacimiento, al tener acceso a los manuscritos del archivo real de Carlos V.
Sin embargo, Cristina no expresó su autoridad como escritora hasta que enviudó, a los veinticuatro años, de Etienne du Castel, secretario real de la corte, con quien se casó a los quince años. Cristina tuvo tres hijos. Con la muerte de su marido debido a una epidemia, se encontró al frente de su familia y perseguida por numerosos acreedores que la instigaban a pagar las incontables deudas contraídas por Castel. Para hacer frente a las dificultades económicas Cristina se dedicó a escribir. Además de tener que estar varios años pleinteando por la herencia del mismo.
En 1393 escribía baladas de amor sobre su desgracia por su temprana viudez, que llamaban la atención de los ricos mecenas de la corte, intrigados por esta novedosa escritora, a quien le pedían escribiera baladas sobre sus conquistas amorosas. Su producción literaria fue prolífica entre 1293 y 1412, cuando escribió más de trescientas baladas e innumerables poemas cortos.
En 1401, la participación de Cristina de Pisan en una trifulca literaria con varios pensadores de la época le permitió salir del ámbito de la corte, para establecerse como una escritora preocupada por la posición de la mujer en la sociedad. Durante estos años, Pisan dio origen a una disputa por cuestionar el mérito literario del renombrado Jean de Meun, quien en su famoso Romance de la rosa satiriza las convenciones del amor cortés, al mismo tiempo que retrata a la mujer como una simple seductora.

De Pisan se opuso al uso de términos vulgares en el poema alegórico de Meun, que denigraban la función natural de la sexualidad femenina. El centro del debate pasó de la capacidad literaria de Meun al descrédito de la mujer en los textos literarios, que según Cristina afectaba el vínculo entre las mujeres. La disputa ayudó a establecer a de Pisan como una intelectual capaz de defender sus opiniones en un ámbito literario de dominio masculino.
En 1409, Pisan había escrito sus obras más renombradas: El libro de la ciudad de las damas, El tesoro de la ciudad de las damas, y El libro de las tres virtudes.
El primero muestra la importancia de las contribuciones de la mujer a la sociedad. De Pisan crea una ciudad simbólica en la que la mujer es apreciada y defendida. El segundo intenta mostrarle a la mujer cómo cultivar cualidades útiles para contrarrestar la misoginia creciente. También hace hincapié en el efecto persuasivo del discurso femenino y sus acciones diarias. También explica que la mujer debe reconocer y promover su capacidad para ejercer la paz.
Con el uso de figuras retóricas, de Pisan expresa una perspectiva completamente femenina. Con ella crea un foro para hablar de temas de importancia para la mujer, donde únicamente voces femeninas dan sus opiniones y ejemplos. De Pisan sostiene que los estereotipos femeninos sólo se dan en casos en que no se le permite a la mujer entrar en la conversación masculina.
De Pisan buscó la colaboración de otras mujeres en la creación de su trabajo. Menciona especialmente a una ilustradora conocida como Anastasia, a quien describe como una de las más talentosas de su época. 
Varios estudiosos de su retórica analizaron sus estrategias de persuasión y concluyeron que de Pisan creó una identidad retórica personal de gran utilidad para la mujer.
El último trabajo de Christine era un poema elogiando a Juana de Arco, la campesina, que tuvo un papel muy público en la organización de la resistencia francesa a la dominación militar de Inglés en el siglo XV. Escrito en 1429, La Historia de Juana de Arco celebra la aparición de una mujer líder militar que de acuerdo con Christine, reivindicados y recompensados ​​los esfuerzos de todas las mujeres para defender su propio sexo .Después de completar este poema en particular, parece que Christine, a la edad de sesenta y cinco años, decidió poner fin a su carrera literaria. La fecha exacta de su muerte es desconocida. Sin embargo, su muerte no dejó de indicar un reconocimiento por sus obras literarias de renombre. En cambio, su legado continúa en la causa de la voz que ella creó y estableció como una retórica autoritaria.

Al final de su vida se retiró a la abadía de Poissy, donde vivió junto a su hija hasta su muerte a los sesenta y seis años, aproximadamente.
Poeta, tratadista histórica y política del Medievo. Se enfrentó a los estereotipos misóginos de la época prevalecientes en el ámbito del arte. Fue la primera escritora profesional en Europa. Sus escritos innovadores, en los que hacía uso de técnicas retóricas, desafiaban a los escritores renombrados de la época como Jean de Meun, quien expresaba ideas misóginas en sus trabajos literarios.
En décadas recientes, el trabajo de Pisan ha recobrado su prominencia gracias a ciertos estudiosos que la consideran una feminista incipiente, por expresar con un lenguaje eficaz que la mujer podía tener un papel importante en la sociedad.


























ELOÍSA DE PARÁCLITO
                                                      
«...Dudo que alguien pueda leer o escuchar tu historia sin que las lágrimas afloren a sus ojos. Ella ha renovado mis dolores, y la exactitud de cada uno de los detalles que aportas les devuelve toda su violencia pasada […]»
Carta de Eloísa a Abelardo
Nace Abelardo en 1079, hijo de una familia de la baja nobleza, militares al servicio del poderoso Conde de Nantes. Destinado a la carrera de las armas, pronto encontró en la filosofía su verdadera vocación. Con dieciocho años se incorpora a la escuela de uno de los más afamados maestros, Juan Roscellino, de quien termina discrepando, lo contradice en público y por último, abandona su tutoría.
El nacimiento del siglo XII contempla la entrada en París de un joven Abelardo anhelante de conocimientos y rebosante de ambición intelectual y social. Los dos años siguientes fueron de febril aprendizaje. Ingresa en la escuela de la Catedral para estudiar dialéctica con el más renombrado filósofo de la época, Guillermo de Champeaux. A los pocos meses se repite la historia de Juan Roscellino; Abelardo, perpetuo inconformista, osa contradice la doctrina del maestro; tras una polémica cada vez más acalorada, que provoca entre los estudiantes la formación de sendas corrientes, el alumno sale triunfante y Guillermo acepta las tesis del, hasta entonces, discípulo.
Este éxito catapulta la fama del joven, que confiando en su ciencia, con tan solo veintidós años decide montar su propia escuela. El lugar seleccionado es Melún, ciudad muy importante por aquel entonces. El éxito lo acompaña y muy pronto se muda a Corbeil, más próximo a París, cuya escuela de Nuestra Señora era el blanco de sus aspiraciones. Tanta actividad mina su salud, debiendo retirarse unos años a Bretaña para reponerse. Vuelve a Paris, de nuevo como discípulo de Guillermo de Champeaux y, en 1108, se presenta la ansiada oportunidad; Guillermo es nombrado obispo de la diócesis de Chalons-sur-Marne y Abelardo le sucede a la cabeza de la escuela de París,
Tras otro breve retiro en Bretaña, se dirige a Laón para estudiar teología con el prestigioso doctor Anselmo de Laón. En 1114 retorna como profesor en la escuela catedralicia de París, donde llegó en breve lapso al apogeo de su celebridad.
En este punto, la memoria del monje hace un alto, lágrimas de orgullo asoman a sus ojos, recuerda aquellos tiempos de gloria y rememora, entre los mas de cinco mil alumnos que llegó a tener, alguno de los más famosos: un Papa (Celestino II), diez y nueve Cardenales, más de cincuenta Obispos y Arzobispos franceses, ingleses y alemanes.

Eloísa fue una dama francesa nacida en París en el año 1101 y falleció alrededor del 1162, 1164 en el monasterio de Paráclito de donde era abadesa.
Era discípula de Fulberto un tío suyo que era canónigo, Fue él quien  contrató a Pedro Abelardo como su maestro en filosofía. Y desde ahí empezó su historia de amor, contada por el mismo Abelardo en su Historia calamitatum. Este fue brillante maestro de dialéctica en París, casi cuarentón, consiguió seducir a la jovencísima  Eloísa, que tenía entonces diecisiete años,” físicamente todo lo contrario de fea” y “excepcional” “en cuanto a sabiduría”.
Consigue hospedarse en casa de Fulberto, con el encargo de instruir a la jovencita. Para un hombre con su fama y su fascinación, la conquista es fácil. “Con el pretexto de estudiar, nos abandonábamos perdidamente al amor y precisamente el estudio ofrecía esos secretos aislamientos de los que el amor tiene necesidad. Con los libros delante, hablábamos más de amor que de filosofía, y eran más los besos que las sentencias.” La relación se mantiene en secreto, pero aún así Fulberto se entera, brota en él la ira y la vergüenza.  Abelardo, quiere apartar a Eloísa de la furia de su tío, ella  que descubre al mismo tiempo, con alegría, que está embarazada.  Abelardo la lleva en secreto a Bretaña, con su hermana. Y allí Eloísa da a luz a un niño al que pone de nombre Astrolabio.
Mientras tanto,  Abelardo ofrece a Fulberto, que sigue lleno de ira, una reparación por la culpa: le propone casarse con Eloísa, pero quiere que el matrimonio sea en secreto, para que no haya prejuicio de su fama y su carrera. Eloísa se opone orgullosamente al matrimonio, no sólo porque considera que las bodas secretas no son, para su tío, una reparación suficiente y porque cree que, de todos modos, se divulgará el secreto, sino que, sobre todo, porque quiere conservar la gratituidad de un amor tan profundo y desinteresado que le hace preferir el titulo de amante al de esposa. Pero Abelardo vence con su determinación la resistencia de ella y la boda se celebra en secreto, en presencia de los parientes de Eloísa, que no vacilan en divulgar la noticia. Entonces Abelardo lleva a Eloísa al convento de Argenteuil. Fulberto, sospechando que Abelardo quiere desembarazarse de la joven esposa y considerando que la boda en secreto no es suficiente reparación, castra a Abelardo mientras duerme.

Abelardo herido en cuerpo y espíritu, quiere que Eloísa tome el velo y se haga monja; él la sigue poco después, en la misma decisión. Los dos esposos, que ahora están consagrados a Cristo, no vuelven a verse hasta que, diez años después del principio de su amor, se encuentran, ella como abadesa de Paracleto y él como padre espiritual, maestro y guía de las monjas. A esto sigue la conmovedora correspondencia. Eloísa que lamenta la lejanía de Abelardo, le pide insistentemente alguna palabra, alguna carta, que puedan sustituir su presencia personal. Abelardo le responde recordándole que, desde ahora, ella debe dirigir a Dios, no a él, la intensidad de su amor. No siente particular nostalgia del hijo. Cuando lo separaron de ella, fue confiado a su hermana; más adelante, bajo la protección de otro tío, Porcarius, canónigo en Nantes, siguió la carrera eclesiástica, a la que, dado sus singulares padres, estaba predestinado. Tiene esporádicas noticias de él, ahora está con su tío, de seguro le sucederá en la canonjía.
El ilustre maestro de dialéctica, también se ve abordado, en la soledad del claustro, por una muchedumbre de alumnos que desean aprender de él, pero dos concilios sucesivos habían señalado como heréticas sus interpretaciones teológicas. Herido por esto y por la hostilidad de muchos de los que conviven con él, Abelardo en los últimos años de su vida encuentra refugio en el convento de Cluny, con Pedro el Venerable. A su muerte, respetando su voluntad expresada en sus cartas, su cuerpo es sepultado en el convento en el que era abadesa Eloísa, la cual le sobrevivirá casi veinte años y es sepultada con él, en una tumba común. Ya que tanto le había amado en vida, al menos podrá unirse con él en la muerte.
Así a todo, el mito amoroso es construido por Eloísa. Por encima del debate a cerca de la autenticidad del epistolario, que se sitúa en los primeros treinta años del siglo XIII, lo que es cierto es que en la correspondencia destaca la superioridad de Eloísa sobre Abelardo en cuanto a la intensidad y duración del sentimiento amoroso. Mientras que, en el caso de él, las cartas sugieren una autentica conversión y muestran el enfriamiento de su sentimiento hacia Eloísa, hasta el punto de que no está fuera de lugar la duda de ella, de que Abelardo se hubiese sentido impulsado hacia ella más por deseo y lujuria que por verdadero amor; y sin embargo, en el caso de Eloísa, es evidente que ha sido únicamente el amor lo que ha guiado todos sus pasos, hasta el punto de que el recuerdo de las caricias y de los trasportes amorosos no le abandonan ni siquiera entre los muros del convento.
Eloísa nunca niega su amor por Abelardo y, conforme a la ética de la intención que ella comparte con él, se juzga hipócrita por el hecho de cultivar todavía en su interior el recuerdo de las ya lejanas caricias amorosas, mientras que a los ojos del mundo aparece como abadesa irreprensible. En los motivos que ella opone al matrimonio y que mantendrá todavía muchos años después de la dramática conclusión el suceso amoroso, Eloísa afirma la superioridad del amor desinteresado y gratuito frente al matrimonio. En esto se acerca a la elaboración de la ética cortés, aunque aplicada a una situación bastante distinta de esta. El amor, en esta época, es un sentimiento que han “inventado las mujeres”, no sólo porque algunas líricas corteses están escritas por trovadoras, aunque a decir verdad, la mayoría de estas liricas están compuertas por hombres, sino, sobre todo porque estas poesías son fruto de una interacción en la que los sujetos femeninos están en primer plano.
Respecto a la ética cortesa, hay una diferencia significativa en la historia de Eloísa y Abelardo, y es el hecho de que el centro de este amor no es la mujer, sino el hombre. Abelardo, es el núcleo y el término de más valor en esta relación, según la lectura que hace de ello la propia Eloísa. Él se encuentra siendo, al mismo tiempo, el centro y el cantor de la historia; efectivamente, los dos recuerdan que en los tiempos de su amor circulaban canciones que Abelardo había compuesto para su amada. Por consiguiente , la segunda posición que asume conscientemente Eloísa dentro de esta historia amorosa se aparta del marco de lo cortés: aunque la relación entre ambos tuviese algunos elementos de reciprocidad, fuera por al gran cultura de ella, tan rara en aquella época, o por el papel de abadesa que desempeña en cuanto se hace monja, Eloísa escoge , sin embargo, para sí misma una posición secundaria, y confirma varias veces la inferioridad de la mujer respecto al varón, de la esposa respecto al marido.
La reivindicación de la segunda postura coincide, en Eloísa, con la conciencia de su diferencia femenina, la cual hace incapaces a las mujeres de soportar las mismas reglas que son válidas para los hombres. La conciencia de la diferencia femenina en Eloísa va integrada con su  lamento  por la escasez de normas válidas para las mujeres, las cuales pueden encauzar sus elecciones de vida en reglas de conducta capaces de contenerlas, pero también respetar su especificad femenina. Ella misma que vivió una prueba excepcional en muchos aspectos, se esfuerza en obtener de los hechos de su existencia, un marco que pueda darle sentido y contenerla.
En definitiva, después de haber oscilado entre reciprocidad y sumisión para con Abelardo, ella se decide, como ya se ha dicho, por una posición secundaria. En esto hay algo de exquisitamente femenino. Ella adquiere y ejerce autoridad, tanto como abadesa de Paracleto, cuando debido al esfuerzo de interpretar en la forma casi pública del epistolario, la dinámica de sus sentimientos; pero todo esto lo hace siempre llamándose segunda respecto a Abelardo. El amor hacia él está siempre animado del amor a Dios. Eros en ella tiene supremacía sobre ágape, y este último no consigue inscribir dentro de su propio espacio del movimiento de eros. El compendio de su vida es Abelardo. Eloísa está cerca de las santas y místicas que se ponían en segundo lugar respecto a Dios, solo que ella lo hace con respecto a un hombre. Eloísa se convierte en portavoz del sentimiento amoroso de ambos y, de cierto modo, es la primera autora de su historia, amorosa y lo demás.
Ambos comparten la concepción, típica de la Edad Media, de la mayor inferioridad y debilidad femenina. Abelardo, sin embargo, deduce de ello una moral heroica, una teoría audaz y original sobre dignidad de la mujer: precisamente porque la mujer tiene que luchar contra una naturaleza más débil, su victoria tiene más mérito. Pero demás, Abelardo, tomando como referencia el texto evangélico, hace ver que, después de la muerte de Cristo, las mujeres se quedan allí impávidas, mientras que los apóstoles se dispersan, asustados. Las mujeres son valerosas, fieles; los hombres, aun amando a Cristo, son débiles, no saben hacer nada por él en peligro, y sin embargo, las mujeres le demuestran su amor no con palabras sino con hechos.
El remedio a la culpa de Eva no viene solamente de la grandeza de María, sino que las propias mujeres, en el Evangelio, demuestran un comportamiento valeroso, tanto más meritorio cuanto que consigue vencer en una naturaleza más débil.
A pesar de que la autoridad de San Jerónimo, aceptada por ambos, insiste sobre la mayor debilidad femenina, la moral heroica, elaborada por Abelardo dialogando con Eloísa, reconoce una dignidad a la mujer que no es fácil encontrar en los textos medievales sobre el tema. Para nosotros, modernos, existe una situación desconcertante: el reconocimiento de la dignidad femenina, siempre vinculada a la posición secundaria atribuida a la mujer.
En cuanto a Eloísa, las lectoras de su epistolario pueden comprender fácilmente los motivos de su posición secundaria, tan tenazmente invocada y defendida por ella. “Es verdad que Eloísa sufrió mucho por causa de Abelardo, pero al menos, hay dos cosas seguras: que diez veces el mismo calvario, y que habría sufrido como la peor de las injurias por el hecho de que alguien pudiese creer que podía elevarla, disminuyendo a Abelardo.